La deshumanización del adversario

Antonio Papell

Antonio Papell

El populismo ultra, que algunos llaman extrema derecha y otros neofascismo, y que engloba diversas corrientes occidentales –trumpismo en USA, bolsonarismo en Brasil, lepenismo (actualmente Ressemblement National, RN) en Francia, AfP en Alemania, Vox en España) es difícil de definir en términos de sociología política, pero contiene unos elementos definitorios que son persistentes en todas las formas en que se ha manifestado históricamente: el odio sistémico a las minorías y a los diferentes, el intento indisimulado de destrucción del adversario, como representante de unas ideas que se oponen a las certezas totalitarias que se quieren implantar, y el uso sistémico de las mentiras –las fake news- para atraer clientelas y desacreditar al otro.

La derecha española tradicional ha sido y es democrática, y lo seguirá siendo salvo prueba en contrario; este es el criterio acuñado por la evidencia registrada en estos 45 años de régimen constitucional y en sucesivas alternancias políticas. Pero sea por el afán exorbitante de conseguir el poder o por el contagio de la nueva organización que ahora compite con el PP por estribor, es patente que la confrontación de ideas, que está en la base de la democracia, se ha convertido en una campaña inaceptable de destrucción moral, intelectual y política del adversario. El periodista Antonio Ruiz Valdivia acaba de enumerar los dicterios que Pablo Casado, Núñez Feijóo e Isabel Díaz Ayuso –por este orden, o sea que hay que respetar la paternidad original del defenestrado Casado- han dirigido al presidente del gobierno, elegido en las urnas, entronizado por el parlamento y en posesión de todos los elementos de la legitimidad democrática que se pueden exigir. Esta es la serie inmunda de descalificaciones y términos descalificatorios que recoge el autor del mencionado trabajo: «Presidente ilegítimo», «que te vote Txapote», «abuso del Falcon y residencias de verano», «el palacio de Sánchez», «chovinista del poder», «traidor», «felón», «okupa de La Moncloa», «incapaz», «rehén», «mediocre», «incompetente», «chantajeado», «escarnio para España», «mentiroso», «tirano de cómic», «charlatán», «actor profesional», «déspota», «caudillista», «ególatra», «adanista», «sectario», «hooligan»... En esta lista se omiten los insultos vulgares y descarnados que los activistas profieren emboscados en las muchedumbres y que resultarían irreproducibles en cualquier medio de comunicación decente. Además, se han lanzado contra Sánchez bulos de la peor especie, que solo los menos avisados ponderan: que la esposa de Sánchez es en realidad una mujer trans o que la política marroquí actual proviene del chantaje de Rabat a Sánchez tras apoderarse el rey Mohamed V del teléfono privado del presidente. Las insidias producirían carcajadas si no provinieran de una maliciosa campaña orquestada.

Además, por supuesto, hay que temer que a medida que se acerquen las elecciones generales de julio, se intensifiquen las sospechas de pucherazo electoral que ya lanzó Ayuso en las autonómicas, se haga hincapié en la familiaridad de Sánchez con ETA, o se insista en la perfidia maligna de convocar elecciones en verano.

La insistencia en la descalificación tiene un efecto goebbelsiano: a los ojos de los desprevenidos, la mentira insistente se convierte en verdad, el maltratado se degrada y la democracia se convierte en un sistema pastoso que puede terminar en la más absoluta abyección. Con la particularidad de que nadie se salva de la quema: si alguien incendia la ciudad, las llamas terminan envolviendo al conjunto.

Sánchez es un ciudadano de a pie con voluntad y tesón que ha luchado políticamente para progresar en su partido, venciendo obstáculos, formando equipos, trabajando duro, y que ha gobernado con la mirada puesta no en los poderes fácticos sino en las capas menos favorecidas, a las que ha ayudado considerablemente. Desde la subida del salario mínimo a la reforma laboral y a la revisión automática de las pensiones, hay una larga lista de ventajas para las rentas más bajas. Así las cosas, es comprensible (aunque no disculpable) la inquina de quienes se ven interpelados para que contribuyan más al mantenimiento de un Estado de bienestar. Y desde luego es más fácil combatir al líder de semejante causa convirtiéndolo en un monstruo, que discutir la eficacia de las políticas sociales y redistributivas.

Esta es la indecencia a la que estamos asistiendo, y que debería encontrar el rechazo de toda la gente honrada de este país, que es sin duda una mayoría, pero lamentablemente parece que nos hemos acostumbrado a la obscenidad.

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