Barómetros electorales

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Los romanos acudían a los arúspices, que leían las entrañas de los pájaros, y nosotros acudimos a Tezanos y otras empresas estadísticas. Parece que hay cierto vínculo entre Tezanos y los arúspices porque tanto uno como otros son —y eran— favorables al poder establecido. Tal vez el habernos convertido en una sociedad descreída impida a los visionarios de turno ver con claridad el futuro o destino de quienes les encargan ese trabajo. Pero existen otros métodos y el empirismo asegura poco margen de error en su resultado. Los hay que llevan más de un siglo usando a una marmota y otros predicen la tabla de los mundiales de fútbol con un pulpo y los clásicos consultan a una lectora del tarot. Son los que se me ocurren ahora, pero seguro que hay más y su grado de fiabilidad dependerá de la presión atmosférica, los astros del firmamento, o el humor de quienes acudan a ellos. Los humanos, a estas alturas, somos tan descreídos como caprichosos.

Pero también es verdad que antes del resultado electoral suele primar el wishful thinking y su componente ilusorio, o el deseo y la ilusión como creadores de realidad y su frustración posterior cuando llegan las rebajas. Esto parece que ocurre cada vez que esas rebajas prometen un cambio. Sus partidarios bailan y sus predecesores no entienden qué es lo que ha ocurrido cuando se encuentran frente a la puerta de salida. Y como vivimos tiempos en los que nadie es responsable de nada y balones fuera es el deporte nacional, el estado de noqueamiento de los perdedores se perpetúa durante semanas o meses. Sin olvidar un recurso maravilloso: culpar al votante de estar equivocado, o ‘la fiesta de la democracia’ —como la llaman— sólo cuando conviene. El descreimiento, ya dije.

Llega entonces el revoloteo de los pájaros negros, esos que anuncian desgracias sin fin en voz baja, pero luego acaban cobrando las mismas subvenciones públicas que han cobrado toda la vida —de ahí tal vez que no hablen muy alto— y no quieren que el tinglado se les venga abajo. Es obvio que nos falta un pulpo o una marmota —ya que Tezanos falla más que un preservativo caducado— para saber a qué atenerse antes de la sorpresa e irse preparando en sonreír a quien puede alzarse con la victoria y ser amable con los suyos. El posibilismo de la vida pública. O el cinismo mediterráneo, vaya usted a saber.

Pero como desde los tiempos de Plinio tenemos solución para todo, no hay que preocuparse. Que se queden otros con su marmota y su pulpo, que nosotros tenemos un barómetro infalible, más o menos desde los comienzos de la autonomía. La historia es vieja y empieza así: durante muchos años las galerías de arte eran visitadas por los aficionados al mismo y algún comprador que otro, pero no por los políticos a quienes, en general, el arte —o las artes— importaban un bledo. Pero a medida que fue desarrollándose el estado de las autonomías, a los políticos les entró una vena artística muy sensible y proclive a visitar las galerías en días de inauguración, convocar a los artistas a sus cenas preelectorales y entonces empezaron a ser mimados por los galeristas que veían en ellos a los sustitutos de los mecenas clásicos. Y Arco fue el templo de Salomón.

No sólo. La feria de Arco debería considerarse, en época de elecciones, un INE de precisión y este año ha vuelto a acertar. Algún que otro amigo pintor que la visitó me habló como un meteorólogo en momentos de cambio climatológico. Algo va a pasar, me dijo, porque este año galeristas y pintores estaban más pendientes de los miembros de la alternativa que visitaban los estands que de los ya afianzados en el poder, a quienes poco caso hacían. Algo así me dijo mi amigo y sin necesidad de Tezanos me llevó a saber de antemano lo que iba a ocurrir en las elecciones del pasado domingo. Sic transit gloria mundi.

Postdata. Dicen que se ha ido Inés Arrimadas cuando lleva yéndose ya no sé cuánto tiempo. Desde que se fue de Barcelona no ha dejado de hacerlo: irse, digo. La que fue mujer valiente en el Parlament Català de los tiempos del Procés; la que fue una hábil dialéctica en los tiempos del desorden; la que aguantó todos los insultos —de fascista a amenazas de violación colectiva—; la que caía mal a todos los que ponía nerviosos; la que dio ejemplo de lo que debía de ser un político —y un ciudadano— en tiempos de crisis; la que nadie hubiera podido tachar de cobarde o de ahuecar el ala en tiempos de confusión… de la noche a la mañana inició su huida, la primera de una larga sucesión que ha acabado alejándola de la cosa pública. Habiendo ganado —numéricamente— las elecciones al Parlament, no quiso presentar su candidatura porque las fuerzas independentistas la habrían tumbado. En fin, que nos privó de escucharla en un discurso que podría haber sido estupendo —tanto como la telaraña de descrédito que se habría tejido a su alrededor— y de ver cómo sus rivales políticos se ponían nerviosos porque su Catalunya era otra donde no cabe una charnega con voz como Arrimadas. Se fue a Madrid cuando debería haberse quedado en Barcelona y se fue de sí misma durante su época en Las Cortes, mientras la sombra del inútil de Rivera arruinaba su pasado. Inés Arrimadas y la fuga. Ahora se va de la política porque su partido ha dejado de existir, pero llevaba tiempo en otra parte.

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