Payasa carablanca

Ángeles González-Sinde

Ángeles González-Sinde

Cuando acudo al teatro-circo Price de Madrid no voy directamente a la butaca. Antes merodeo por los pasillos. Los adornan fotos en blanco y negro de los artistas que pasaron por el Price primigenio, ese que estaba donde hoy se erige el Ministerio de Cultura (qué paradoja, el viejo circo estable se demolió para construir la sede de un banco que luego fue ocupada por un ministerio, como un recordatorio de que la cultura tiene sus raíces en el circo, pero necesita capitales).

Curioseo las fotos y me quedo clavada ante los retratos de los payasos. Por lo general son tríos al modo clásico, pero a mí solo me importa el de cara blanca, orejas rojas y una sola ceja negra, el que suele llevar un gorrito cónico y viste un traje vistoso y elegante que le llega por las rodillas y está cuajado de lentejuelas. A este payaso también se le conoce como payaso listo, para diferenciarlo de los otros dos, su contrapunto, los augustos, los de peluca, nariz roja, zapatones enormes y vestimenta estrafalaria, que nos hacen reír con sus meteduras de pata e ideas alocadas que conducen al desastre. El payaso carablanca es descendiente de la Commedia dell’Arte. Lo popularizaron en Inglaterra a mediados del siglo XVIII unos italianos. Representa la ley, el orden, el mundo adulto, la represión...

Los payasos a muchos niños de mi época, aunque nos hacían reír, también nos infundían miedo. Miedo a ser un payaso nosotros mismos, es decir, el que fracasa, el que rompe las cosas, el que no sabe seguir las instrucciones, el que se sale del camino marcado y al que regañan. Al menos esa era mi sensación cuando en la tele veía a Gaby, Fofó y Miliki armar un follón de narices con la inestimable cooperación del señor Chinarro. Me generaba una tensión insoportable que rompiesen cosas, que desbaratasen el orden constituido. No podía identificarme con ellos, o tal vez me identificaba y padecía en exceso las consecuencias y castigos que imaginaba para tales comportamientos extravagantes.

Me tranquilizaba por eso el personaje pulcro y distinguido del payaso listo, no porque fuera listo, sino porque solía ser acogedor y comprensivo con las gamberradas de los otros y no se quejaba si de vez en cuando también le caía un tortazo de nata en la cara. Las troupes de payasos eran a menudo hermanos en la vida real y a mí me consolaba comprobar que, a pesar de las mamarrachadas, se profesaban afecto y aceptaban sus mutuas torpezas. Y luego estaba la belleza de ese atuendo impecable, las medias blancas, los refinados zapatos.

Es tal mi pasión, que sueño con que mi último traje, el que llevaré en la caja abierta durante mi velatorio, sea una colorida bata de payasa lista. Sería un gran golpe de efecto despedirme de este mundo envuelta en la luz y el brillo de mis admirados payasos carablanca. Los consternados familiares y allegados no tendrían ocasión de llorar. Estarían pasmados viéndome de esa guisa. Qué payasada.

He preguntado a algún artista de circo dónde venden esos trajes. Son prendas lujosas, de delicada confección que se fabrican a medida y parece que en España hay o había una gran sastra radicada en Barcelona. Nunca he podido ubicar a esta maestra, porque del circo y de su historia, de sus profesionales, a diferencia de otras artes, seguimos sabiendo muy poco. Apenas he podido averiguar que el principal sastre fue el francés Gerard Vicaire, que murió en 2018 a los 91 años. Entre 1947 y 1993 confeccionó cientos de modelos para carablancas de todo el mundo. La Maison Vicaire, qué paraíso. Leo que en el Circusland de Besalú conservan 27 de ellos.

Ser clown solo tiene un secreto: estar dispuesto a mostrar tus carencias y defectos frente al otro. Por eso es difícil, no se puede impostar, nace de una vulnerabilidad real. Cada clown tiene la suya y para perfeccionar su arte debe explorarla. No todos estamos interesados. Nos da vértigo y angustia enfrentar nuestras debilidades. Nos avergüenzan. Preferimos disimularlas. Para eso existen los payasos y payasas, para revelarnos al resto lo que está roto, perdido, desordenado dentro de nosotros. Ellas ponen cuerpo a nuestra confusión, a nuestra pequeñez, indefensos ante la humillación y el juicio ajeno. Como Charlie Rivel, mi otro payaso favorito, que tanto gustaba a mi padre. Su número consistía en tocar la guitarra y llorar estrepitosamente. En una casa en la que llorar no se estilaba, era hermoso ver la tristeza expuesta en la pista del circo como algo que se podía compartir.

Por eso, que no me hablen de películas de terror con payasos. Me indignan. El miedo al payaso es cosa muy distinta. Es el miedo a lo que nosotros mismos tenemos de frágiles y atolondrados.

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