La cosa no da para más

Guillem López Casasnovas

Guillem López Casasnovas

Cuesta reconocer los hechos y más aún, en política pública, anticiparlos, desde el realismo de que lo reactivo a hechos consumados acabará siendo peor que lo se pueda anticipar de modo preventivo. En estas andamos cuando analizamos situaciones que, con un Estado de bienestar universalista y con expectativa de crecimiento continuado, no tienen salida y para las que la política, cortoplacista o de avestruz, se alinea a conveniencia con los trabajadores de este Estado de bienestar, atentos como todo el mundo a su propio bienestar primero. Todos sabemos, sin embargo, que dicha coalición no tiene futuro, y que va a costar mucho romperla desde dentro del sector público. La gestión pública política es hoy, para aquellos, un estilo de vida. Y cambiar de estilo de vida para evitar un mal mayor es siempre más difícil que cuando lo impone la experiencia de haber sufrido el síncope, por mucho que se viera venir.

Nuestro Estado de bienestar se encuentra atrapado. El Estado no puede seguir gastando lo que no ingresa, a costa de una deuda pública que en términos capitativos no deja de crecer, incluso cuando sacamos pecho de que nuestra economía ha ido o va mejor que la del resto de europeos. No se vislumbra un aumento de recaudación estructural en ingresos fiscales, ni que estos -ni tan siquiera los coyunturales- se dediquen hoy a sanear la carga del déficit para generaciones futuras. Cuando la recaudación aumenta, el agujero de las necesidades de gasto se lo traga todo. Sueldos y salarios, y/o beneficios en especie del desempeño por baja productividad, son los sospechosos habituales. Y este mayor gasto no va condicionado ni a una mejora de la gestión pública, ni a un incremento real de servicios para la ciudadanía. Se anuncian políticas para paliar la dependencia asociada al envejecimiento, y aumenta la población pendiente de baremación, o de asignación de prestación, o simplemente de acceso efectivo a un servicio que no existe en el territorio por falta de infraestructuras. Se preconiza un ingreso mínimo vital y no se tiene capacidad de tramitación; la Seguridad Social anuncia nuevas ayudas y sus teléfonos no responden y su web colapsa. Es el mismo sector público que exige a terceros, en la atención al cliente, respuestas en tiempo y forma con amenaza de sanciones.

Puede que el país no dé para más: sin incrementos de financiación permanentes -por ampliación de bases, no por mayor presión fiscal a los que ya pagan-, sin un compromiso de mejora de gestión de gasto y con servidores más atentos a su propio interés que al del ciudadano, como es normal en muchos ámbitos de la vida, muchos analistas se pronuncian ya sin ambages en favor de cambios sustanciales. El más prevalente es el de focalizar la protección pública de manera más selectiva en favor de los más necesitados. Ciertamente, si hacerlo ya cuesta -nuestros gestores están más cómodos en universalizar que en priorizar según prueba de medios y de necesidad relativa-, más difícil es decirlo, reconocerlo políticamente y hacer pedagogía ciudadana. Ello aplica también a muchos analistas de nuestro país. Y es que la cosa parece que no da para más, y mejor, como decíamos, prevenir que acabar reaccionando de manera desordenada en un sálvese quien pueda, aceptando un nivel de utilización de beneficios públicos sesgado por la brecha tecnológica, por la edad o por el amiguismo de quien tiene un conocido en la función pública. En la sanidad, que es donde más duele esta constatación, exige priorizar ya sin subterfugios el gasto según coste-efectividad, sustraerlo del corporativismo profesional y sindical y entender que lo que el sector público decide no ofertar no queda prohibido, de modo que quien pueda accederá con cargo a su bolsillo. Es por ello que quizás lo más inteligente aquí sea buscar la cobertura de lo efectivo, pero de coste no asumible para algunos, a través del tercer sector, acompañando el esfuerzo individual de los beneficiarios, antes que someterlo a copagos del 100% por haber excluido ciertas prestaciones.

Sí. Ya se entiende que un Estado de bienestar de pobres puede ser un pobre Estado de bienestar. Pero entendamos que es normal que, en la medida en que los países se desarrollan, pierda peso en el gasto total la financiación pública impositiva, en favor de otras modalidades de financiación pública (tasas o copagos) y de la entrada de financiación privada en general (precios y primas más o menos regulados).

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