Mucho se ha escrito y hablado sobre la inclusión de 44 sentenciados por terrorismo de ETA en las listas para las municipales de Bildu. Me uno a las condenas casi unánimes, algunas de ellas trufadas de electoralismo. De lo que no se ha dicho nada es de las decenas de miles de personas que en Euskadi y Navarra votan a esa coalición. Y la van a seguir escogiendo, con etarras o no de candidatos.
En las elecciones locales de 2019 EH Bildu cosechó en Euskadi 279.478 votos, el 24,79 por ciento de los sufragios. Consiguió 930 concejales, mientras que el PSOE obtuvo 228 ediles y un 16,19 por ciento de apoyo, que en votos ascendieron a 181.489. En Navarra la coalición abertzale registró en esos mismos comicios 67.515 votos, con casi un 20 por ciento del electorado, mientras que el partido de María Chivite apenas superó los 58.000 apoyos, con un 17 por ciento de porcentaje. Casi 347.000 ciudadanos votaron a una lista que no ha condenado explícitamente el terrorismo de ETA.
Durante muchas décadas la organización terrorista tenía para un no despreciable sector de la población de Euskadi y Navarra una aureola de romanticismo. Había luchado contra el franquismo y eso le daba prestigio. Los abertzales se sentían víctimas de la opresión de los estados español y francés. Defendían su «patria», su idioma y un confuso modelo de estado comunista-revolucionario. Un exacerbado nacionalismo (un «virus») llevó a crearse «enemigos» de su presunta nación y de su modelo de sociedad.
Así se pasó a señalar como objetivos a policías, guardias civiles, militares, funcionarios del Estado, empresarios, periodistas, supuestos traficantes de drogas, ingenieros de centrales nucleares, o personas a las que se condenaba a muerte con el endeble sambenito de «chivatos».
ETA y sus amigos eran el brazo armado de aquella utopía. Se sentían justicieros. Eran vengativos y rencorosos. Las víctimas eran cosificadas, por lo que no había lugar a la mínima compasión o arrepentimiento. Los policías eran txakurras (perros). No había piedad.
De forma paralela a las pistolas y las bombas actuaban partidos políticos. Unos, los antecesores de Bildu, eran uña y carne con ETA. Otros, como el PNV, condenaban la violencia, pero pescaban en río revuelto. Existía un «movimiento revolucionario de liberación nacional», que todavía persiste en Bildu. El 20 de octubre de 2011 ETA anunció el cese de su actividad, pero todavía existen muchos flecos. Hay atentados sin esclarecer y que se siguen investigando. Hay presos, aunque cada vez quedan menos. Aparecen arrepentidos. De vez en cuando se descubren zulos con armas polvorientas. Y quedan los exmilitantes. La coalición ha decidido reciclarlos y presentarlos a las elecciones.
Es un gesto coherente con su filosofía. Nada nuevo.
Bildu se presenta como un partido político independentista, pero sobre todo como una «opción de progreso». Ya no importa tanto la patria vasca. Ahora lo que vende es el ecologismo y un socialismo del siglo XXI. Han sabido adaptarse a los nuevos tiempos y ofrecen «soluciones» a los problemas como la escasez de viviendas, el cambio climático o los nuevos modelos productivos. El «enemigo» ya no son los estados, sino otros partidos políticos, especialmente Vox. La fórmula está teniendo mucho éxito.