Colaboradora de televisión

Limón & vinagre | Belén Esteban: Falsa princesa busca castillo

La colaboradora televisiva Belén Esteban.

La colaboradora televisiva Belén Esteban. / EFE

Jorge Fauró

Jorge Fauró

Como aquel titular sobre Lola Flores que el New York Times jamás publicó («Ni canta ni baila, pero no se la pierdan»), Belén Esteban(Madrid, 49 años) representa como nadie en este país el triunfo de lo inexplicable y el ejemplo de cómo la intrascendencia puede salir victoriosa ante una derrotada mayoría que considera un oprobio la vulgaridad y la irrelevancia frente a lo intelectualmente aceptable.

Y en efecto, Belén Esteban, bautizada como princesa del pueblo por los mismos medios que llevan denostándola desde hace casi 30 años, ni canta ni baila, no se le conoce otro oficio que el de aparecer en platós a perorar sobre la banalidad (su vida, la de otros, la de sus exparejas, la de las parejas de sus exparejas, la de quienes tratan de ser como ella, etcétera), de lo que deducimos que es su profesión y por lo cual tributa; y, sin embargo, es tal la capacidad de seducción del personaje, el porcentaje de cuota de pantalla que por sí sola garantiza para cualquier emisión, que no es posible abstraerse al magnetismo de alguien que sin aportar nada realmente valioso a la comunidad, contribuye como pocos a satisfacer las horas de ocio de una amplísima parte de la población, de la que, en muchos casos, es una referencia (chica humilde se casa con torero famoso y le sobrevive).

Cuando semanas atrás se conoció la desaparición del auténtico castillo y fortaleza de esta princesa, -Sálvame y sus agregados de la parrilla de Mediaset-, muchos se hicieron la misma pregunta: qué será a partir de ahora de Belén Esteban. Lo más probable es que tenga otro traje en el armario, listo no solo para seguir alimentando al personaje que ha construido ella misma, sino para procurar beneficios nada irrelevantes al programa de chismes que se haga con sus servicios. Porque, efectivamente, Belén Esteban ni canta ni baila, pero nadie quiere perdérsela.

Su popularidad irrumpe en 1995 cuando se desposa con el que entonces era el número uno del escalafón taurino, Jesulín de Ubrique. Quien se encerró en alguna ocasión en una plaza de toros exclusivamente con público femenino no solo desafiaba una regla no escrita de la llamada fiesta nacional (los toros son cosa de hombres), sino que su origen humilde y sus modos fuera del ruedo distanciaban al matador de la aristocracia taurina, esa que acostumbra a emparejar a los toreros a la manera de los clásicos y a toreros hijos de toreros con actrices, cantantes, modelos, diseñadoras de moda y mujeres de rancio abolengo, otra costumbre sobreentendida de la vida privada de la tauromaquia.

Jesulín andaba tan sobrado de casta sobre el albero como esa casta se le racaneaba fuera del coso, de modo que esa misma aristocracia quizá le aceptara dentro de su círculo, pero jamás como uno de los suyos, sino como algo exótico, episódico, histriónico y de atrezzo, un torero ornamental -llegó a adquirir un tigre al que puso de nombre Currupipi- para un mundo de apariencias.

Triunfador y con dinero, tampoco el de Ubrique pretendía otra cosa. Reinó tres años consecutivos en el escalafón, del que fue monarca absoluto. Y entonces apareció Belén, su princesa, una chica de Ciudad Lineal, barrio madrileño de aluvión, que estudiaba en otra barriada no menos populosa, el Barrio de la Concepción. Como Vallecas o Carabanchel en Madrid, Triana en Sevilla, Sants en Barcelona, Santutxu en Bilbao, el barrio hace a la persona y la persona construye la personalidad de esos barrios en los que, a menudo, y como cantaba Sabina, las niñas ya no quieren ser princesas.

Pero ella acabó siéndolo, aun después de que finiquitaran aquella relación en el 2000, y ese principado, cuya corona ninguna otra ha sido capaz de arrebatarle, demuestra que hay ocasiones en que es el pueblo quien elige a sus reyes y ellas dejan de ser consortes.

Entren en Google y busquen a Jesulín de Ubrique y a Belén Esteban: 170.000 entradas el uno; 4.880.000 la otra. Puerta grande para ella. Y todo a base de exabruptos, gesticulaciones, intervenciones salidas de tono y sentencias por todos conocidas y repetidas, desde el «Andreíta, cómete el pollo» al «¡Yo, por mi hija, ma-to!», momentos que ya forman parte de la historia televisiva, un reino de la vacuidad y la nada en el que a la princesa del pueblo no le van a faltar castillos.

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