¿Y por qué no acabamos con las campañas?

Esperamos más de la promesa que nos emocione que del análisis de lo conseguido o incumplido en ese mandato

Carmen Lumbierres

Carmen Lumbierres

Hoy comienza la campaña para unas de las elecciones autonómicas y locales más reñidas de los últimos años, y en la que muchos ponen la mirada como si fuera la primera vuelta de las generales. Porque todavía queda cierta creencia en que las de verdad, en las que se juega el poder, son las nacionales y que las del 28 de mayo son la pedrea de la lotería. Un vistazo a los presupuestos regionales y sus competencias nos harían tomar conciencia de quién realmente nos condiciona más la vida diaria.

En esta realidad de campaña permanente y de insatisfacción ciudadana con la política, en la que se borra la frontera entre las campañas y los gobiernos e incluso la oposición, aunque la teoría no lo diga, parecen un exceso estos últimos días de intensificación de mensajes y de presencias. Pero es que el proceso de desafección a los partidos nos ha llevado a decidir cada vez más tarde nuestro voto. Si en 1997, a quince días de las elecciones sólo el 13% de los electores tenía decidido su voto, en 2015, con el sistema bipartidista más los nacionalistas periféricos implosionando, el 36% decidió su opción en plena campaña y de ellos, el 18% el último día. Esta tendencia no para de crecer, en las últimas elecciones generales de este país el 41% de los votantes se decidió en ese periodo.

Así que ahora empieza la prueba de fuego sobre todo para aquellos que no son activistas, que votarían a su opción ocurriese lo que ocurriese. Los del suelo electoral no van a decidir las elecciones, pero las encuestas nos enseñan que un punto porcentual arriba o abajo modificará las mayorías.

Las campañas sirven para reforzar el voto y las convicciones de los partidarios, convencer al "elector frágil" con predisposición favorable hacia el candidato que la campaña promueve para activarlo, o para desactivarlo. Transformar en electores frágiles a los votantes que están predispuestos a votar por otro y seducir a los indecisos a secas. Pelean por beneficiarse por la actual volatilidad del voto, especialmente presente entre los jóvenes, la fidelidad de voto queda para la generación de sus padres.

La primacía de la emoción sobre la racionalidad es terreno abonado para los estrategas de campaña. Cada vez nos alejamos más de un voto de control, de evaluación de lo realizado en los últimos cuatro años, y nos encontramos con un voto prospectivo, basado en el futuro. Esperamos más de la promesa que nos emocione que del análisis de lo conseguido o incumplido en ese mandato. Los candidatos lo saben y los favoritos andan con cuidado porque las campañas hacen presidentes y sobre todo los pierden.

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