Desperfectos

Papá Noel en campaña electoral

Valentí Puig

Valentí Puig

El político hada madrina promete cambiar de un día para otro la gran ciudad, que cada ciudadano tenga jacuzzi en casa y que en las peluquerías teñirse el cabello salga gratis. Viviendas, aulas, piscinas, aeropuertos, paz y seguridad, tramos del AVE: las promesas electorales son un megamercado en el que las ofertas no llevan la etiqueta con su precio real y al final habrá que pagar más impuestos o más deuda pública. Cada comunidad autónoma de la noche a la mañana será otro Silicon Valley, un edén absoluto, el paraíso de la democracia perfecta con robots que barren la casa y desayuno proteínico en la cama.

En los debates electorales cada candidato expondrá su mapa del oasis futuro negando a sus competidores incluso la capacidad de sembrar palmeras en un paseo marítimo. Elección tras elección, sin posterior rendimiento de cuentas, las promesas son más desproporcionadas y, cuantos más instrumentos de control tiene la democracia, menos nos importa que haya o no mecanismos de fiscalización, techos de gasto o un contrato de resultados. Sea por pánico o por demagogia, las promesas electorales se han desbocado. Todo va a la par con la desconsideración crónica del bien común.

Un sistema político sobrecargado de falsas promesas electorales acaba favoreciendo a los extremos. En el banderín de enganche del partido abstencionista hay más afluencia que en la Champions League. Dar por sentado que la democracia es el mejor sistema -o el menos malo- no garantiza que la ciudadanía haga del voto un acto razonado.

Culpar del error únicamente a políticos y partidos es otra forma de creer que Papá Noel lo arregla todo. También tiene que ver con la pasividad de las sociedades, concentradas en su gratificación inmediata. Ese requerimiento de gratificación sin costes explica en gran parte que los candidatos anden prometiendo mundos justos, bellos e imposibles. Si un candidato cuantificase presupuestariamente sus promesas posiblemente no lo votaría nadie. Al demócrata Adlai Stevenson, un admirador le dijo: «Todos los ciudadanos razonables estamos con usted». Por una vez realista, Stevenson respondió: «Eso no es suficiente. Necesito tener mayoría».

Seguramente nunca tantos votantes tuvieron a mano tanta información para votar con criterio propio pero eso no siempre queda ejemplificado por los recuentos electorales. Para verlo como la botella medio llena, es positivo que incluso los que se desentienden de la política acudan a votar al regreso de la playa, voten lo que voten. En realidad, ya sabíamos que la democracia es, estrictamente, la oportunidad de retirar del poder a quien se lo dimos cuatro años antes. Y añorar cierta pompa democrática puede incluso ser más engañoso.

Quizás en las escuelas no se explica bien lo que costó a la humanidad el ejercicio del voto. El sufragio universal, que sea secreto, que las juntas electorales funcionen: un sinfín de perfeccionamientos del sistema garantizan la plena libertad del votante. Pero no podemos evitar que los candidatos hagan de Papá Noel, con el saco de maravillas a cuestas, prometiendo más de lo que un país se puede permitir gastar. A falta de idealismo democrático, votemos al menos con la calculadora a mano, sabiendo lo que cuesta votar a uno o a otro, especialmente a quienes ofrezcan un surtidor de champán en cada rotonda.

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