Los meses previos

Tumba de José Antonio Primo de Rivera en la basílica del Valle de los Caídos.

Tumba de José Antonio Primo de Rivera en la basílica del Valle de los Caídos. / JOSÉ LUIS ROCA

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Ahora que han desenterrado a José Antonio Primo de Rivera del Valle de los Caídos, me pregunto cuánta gente de menos de 109 años sabría explicar quién era ese hombre y en qué circunstancias murió. Una de las cosas más curiosas que nos ocurren es que tenemos una ley de Memoria Histórica —con su prolongación corregida y aumentada en forma de la ley de Memoria Democrática—, pero entre nosotros se sabe muy poco sobre la Guerra Civil. Cuando me encuentro a un presunto experto, me gusta hacerle algunas preguntas, así como quien no quiere la cosa: quién era Ildefonso Puigdengolas, por ejemplo, o qué papel tuvo en nuestra guerra un personaje que se hacía llamar Alexander Orlov, o qué le dijo Miguel Hernández al cónsul chileno Morla Lynch cuando la guerra ya estaba a punto de terminar, en marzo de 1939, y Morla le propuso a Miguel Hernández asilarse en la embajada de Chile en Madrid. Sería muy interesante, por cierto, que alguien contara las vidas paralelas de Miguel Hernández y de Rafael Alberti en los años de la Guerra Civil.

Y que conste que no me considero un experto ni he estudiado a fondo la guerra civil. No, para nada. Pero me parece extrañísimo que en un país donde parece que sucedió ayer mismo lo que en realidad sucedió hace 87 años se conozcan tan mal los hechos reales que se usan como arma arrojadiza en los debates parlamentarios y en la propaganda de los partidos y en las decisiones que intentan imponer un relato determinado. ¿Sabría alguien decirme si había milicias paramilitares —es decir, armadas— en los felices tiempos de la República? ¿Sabría alguien decirme qué eran las MOAC? Sí, ya sabemos que había milicias paramilitares entre las fuerzas de la derecha parafascista o declaradamente fascista, como la Falange. Pero ¿eran las únicas? ¿No había también milicias armadas entre los partidos de izquierda? ¿Y no se vivía en los meses previos al violentísimo golpe militar del 36 un clima tan hostil que muchos militantes de uno y otro bando estaban dispuestos a cortarle literalmente el cuello a cualquiera de sus adversarios? Y en este sentido, ¿se sabe cómo murió el líder de la oposición parafascista de derechas, de nombre José Calvo Sotelo? ¿Se sabe qué fue de él? ¿Tiene alguien alguna idea? Me temo que no.

En cambio, sabemos relativamente bien lo que ocurrió a partir del salvaje golpe militar del 18 o más bien del 17 de julio de 1936. Pero vuelvo a repetir que conocemos muy mal todo lo que ocurrió en los meses previos al golpe militar, cuando se podría haber evitado la guerra si se hubiera podido llegar a un mínimo acuerdo de respeto mutuo entre los dos bandos. En tiempos de polarización como los que vivimos ahora es bueno recordar que la polarización empieza con simples frases de desprecio proferidas desde el Parlamento, pero esas frases de desprecio, si las circunstancias se envenenan —y las cosas se envenenan con mucha facilidad—, pueden acabar creando una cadena de hechos que lleve inevitablemente a que un tipo se saque una pistola y te pegue dos tiros en la nuca. Los tiros en la nuca, por cierto, no están tan lejos de nosotros, aunque ahora nos obliguemos a creer que nunca ocurrió lo que todos sabemos que sí ocurrió. Pero estábamos hablando de los meses previos a la Guerra Civil, esos meses en que se gestó la tragedia a pesar de que la tragedia podría haberse evitado si cada bando hubiera cedido lo suficiente como para que el otro bando también hubiera cedido lo suficiente. Y lo bueno del caso es que hubo personas en uno y otro bando que estaban dispuestas a dar ese paso, pero al final no les dejaron darlo y todo quedó dispuesto para la gran escabechina que se preparaba. En el Parlamento hubo amenazas de muerte, y no se hablaba en broma, no, sino muy en serio. Y cuatro días antes del golpe militar, Indalecio Prieto —del ala moderada del PSOE— publicó un artículo en El Liberal en el que decía esto: «Si la reacción sueña con un golpe de estado incruento, como el de 1923, se equivoca de medio a medio. Si supone que encontrará al régimen indefenso, se engaña. Será, lo tengo dicho muchas veces, una batalla a muerte, porque cada uno de los dos bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel». Una batalla a muerte. Una batalla sin cuartel. Convendría repetir estas palabras que no se escribieron después del golpe, sino cuatro días antes, y en las que parece estar muy claro que los dos bandos se preparaban a combatir sin hacer prisioneros. Y luego, por desgracia, todo ocurrió tal como lo había pronosticado Indalecio Prieto.

Curiosamente, los libros de historia pasan por alto la parte más interesante de la Guerra Civil. Todo lo que hizo posible la guerra —el clima de odio mortal, los desafíos, el matonismo, la chulería, las bravuconadas, los desfiles de las milicias armadas de uno y de otro bando, las huelgas salvajes, los atentados—, todo eso se omite o se despacha en dos líneas apresuradas. No interesa. Y no interesa porque no deja bien a ningún bando.

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