Psicópatas como sables

Antonio Papell

Antonio Papell

En abril del año pasado, un medio de comunicación editado por un miembro del Opus Dei atribuía con la mayor naturalidad al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el llamado ‘síndrome de Hybris’. En un artículo firmado por un tal Manuel Cabezas, titulado «¿Pedro Sánchez, psicópata yonqui del poder?», se dice que «los que padecen el ‘síndrome de Hybris’, borrachos de poder, como Pedro Sánchez, tienen el ego subido: se consideran los más guapos, los más inteligentes, infalibles, insustituibles y omnipotentes. Además, confunden la realidad con la fantasía (‘síndrome de la Moncloa’ y son prepotentes, irracionales, insensatos e hipócritas. Y para ello, llevan la mentira, el engaño, la manipulación, la contradicción permanente, la utilización instrumental de los demás… «Que sais-je encore?» por bandera. Y, en su camino hacia el poder, el fin justifica cualquier medio. Y, por eso, no dudan en despojarse de los principios y valores intemporales y en sembrar el camino de cadáveres». La agresión es simplemente brutal, impropia de un régimen democrático.

La supuesta psicopatía de Sánchez ha sido sostenida por diversos políticos, aunque la más pertinaz ha sido Rosa Díaz, antigua aspirante al cetro socialista, durante largo tiempo consejera bien aposentada en el gobierno vasco comandado por el PNV y luego constructora de un adefesio llamado UPyD. En junio de 2020, afirmaba a preguntas de Carlos Herrera que «con el psicópata Sánchez, ¿qué puede salir mal?». En agosto de 2021, declaraba a un medio de la ultraderecha que «tenemos al frente del Gobierno a un psicópata». En junio de 2022, también en un digital ultra, aseguraba que «Pedro Sánchez es un traidor y un psicópata narcisista». Y en febrero pasado irrumpía en Libertad Digital asegurando que «Pedro Sánchez es un psicópata que no soporta la humillación, cuidado que muere matando».

El pasado 20 de abril, un ilustre miembro de la burguesía adinerada de este país, acusaba también de psicopatía en un blog de su propiedad al presidente del gobierno: «el poder —decía— no puede evitar tender a expandirse en el tiempo y en el espacio, aunque ello nos conduzca al desastre. Así, está en su naturaleza buscar constantemente la permanencia en el tiempo y la totalidad en su alcance, es decir, el poder perpetuo no sujeto a ley alguna, pues el súmmum del poder es la arbitrariedad. Esta amenaza es más alarmante cuando el poder político cae en manos de una persona que exhibe evidentes rasgos psicopáticos, como es nuestro caso». La lista bibliográfica de estos psiquiatras de afición es mucho más larga.

El diccionario de la Real Academia da dos definiciones del término ‘psicopatía’: 1. Enfermedad mental. 2. Anomalía psíquica por obra de la cual, a pesar de la integridad de las funciones perceptivas y mentales, se halla patológicamente alterada la conducta social del individuo que la padece. Psicópata es, por ejemplo, el asesino múltiple incapaz de valorar la abominación que comete ni de arrepentirse de ella.

Acusar de psicópata al adversario en el debate político es, en definitiva, insultarle muy gravemente. Por ello, quien introduce este insulto como invectiva en un debate público incurre en un delito de injurias, definido por el artículo 208 de nuestro Código Penal: «Es injuria la acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación». Pero esta no es la cuestión. En nada avanzaremos si judicializamos todavía más la vida pública y tenemos que recurrir a la fiscalía cada vez que nos sometemos a cualquier avatar parlamentario. La cuestión es que caigamos en la cuenta de que, de un tiempo a esta parte, hemos perdido los límites de la continencia y buena educación que parecían necesarios a quien pretendiera prestar un servicio público a la nación. El caso es que ya no nos escandalizamos cuando vuelan como sables por el Parlamento inefables insultos, lo que indica que el ambiente civilizador que presidía la representación de la soberanía nacional se ha degradado hasta extremos inconcebibles.

Quede constancia de esta evidencia, que sin duda ha decepcionado a mucha gente que ha perdido hace tiempo su ilusión política y que bien pudiera ser que desertara de lo público y se refugiara sistemáticamente en la abstención.

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