Deportista de élite, alpinista y escaladora

Limón & vinagre | Beatriz Flamini: 500 días en una cueva

La deportista de élite Beatriz Flamini, en la cueva de Motril (Granada) donde estuvo 500 días, a 70 metros de profundidad.

La deportista de élite Beatriz Flamini, en la cueva de Motril (Granada) donde estuvo 500 días, a 70 metros de profundidad. / EFE

Emma Riverola

Emma Riverola

Tenía trabajo, pareja, casa y una vida cómoda. También unas enfermedades que la hacían visitar constantemente el hospital. Nada grave. O gravísimo. Un peso tan fatigoso que, a los 40 años, decidió ir soltando lastre. Desprenderse de los vínculos y de esas obligaciones que, quizá, no eran tan necesarias como parecían. Dejar atrás lo superfluo y quedarse con lo básico. ¿Y qué es lo básico? Para Beatriz Flamini poco, muy poco.

Su cuerpo menudo asomó por el agujero de la cueva. La expectación era máxima. ¿En qué estado asomaría a la superficie? ¿Le cegaría el sol? ¿Sería capaz de caminar unos metros? ¿Le vencería el aturdimiento, la desorientación? El rostro de Flamini despejó las dudas al instante. Una espléndida sonrisa arrancó los aplausos de los que aguardaban su aparición. Así acababa la aventura de esta deportista madrileña de 50 años. Un reto extremo: pasar 500 días bajo tierra. El lugar escogido fue una cueva en Motril (Granada), a 70 metros de profundidad.

En realidad, fueron 509. Ocho de ellos tuvo que abandonar la cueva por problemas técnicos y los pasó sola en una tienda de campaña. Una vez resueltos, regresó e hizo los 200 días restantes. En total, 500 días sin ver la luz del sol, sin contacto humano, sin sentir el aire fresco en el rostro. Sola, pero no abandonada. Una productora, un club de espeleología e investigadores de las universidades de Almería, Granada y Murcia iban siguiendo su evolución. Mientras nos poníamos y sacábamos las mascarillas, mientras Rusia invadía Ucrania, mientras devorábamos noticias de las que ya no nos acordamos, ella seguía allí, sin recibir ninguna información del exterior. La orden era esa. Ni siquiera debía notificársele la muerte de un ser querido. Solo ella emitiría mensajes solicitando lo mínimo. En un rincón acordado, la deportista depositaba su basura (también bolsas especiales que contenían heces y orina) y recogía lo que había solicitado. 500 días sin bañarse. Pero ya hace mucho que la deportista se acostumbró a vivir sin ducha ni calefacción.

¿Cómo llegó Flamini a aquella cueva? ¿Qué conduce a una persona a autoimponerse retos extremos? ¿Cuánto hay de ánimo de superación o cuánto de autodestrucción? Si atendemos al rostro y al camino recorrido por la mujer durante los últimos años, deberíamos hablar de felicidad. De una felicidad rabiosa, incluso salvaje. Sola y con autosuficiencia, así define ella su estado. Descubrió la montaña en la adolescencia, en un entrenamiento especial con el grupo de taekwondo, deporte en el que destacaba. Escaló, y se enganchó a las cimas. Durante años siempre fue a la montaña acompañada. Como se debe ir, asegura. Hasta que en la crisis de los 40 (según sus palabras), le apeteció ir sola. Ahí empezó todo.

Perderse en la montaña, buscar el agua, procurarse todos los nutrientes a partir de alimentos previamente deshidratados y triturados por ella. Seguir y seguir hasta integrarse en el paisaje. Así descubrió la felicidad, y fue soltando lastre. Abandonó el trabajo como técnica superior deportiva. También su casa y las facturas. Una furgoneta «muy chiquita», es todo lo que necesita. Aprendió a lavarse sin ducha. No utiliza jabón desde hace años, ni siquiera para su larga melena, y asegura no haber tenido nunca una piel más sana. Se calienta con bolsas de agua caliente. Su cuerpo se adelgaza o engorda (poco) según las necesidades del momento. El sol es su despertador. Y no ha vuelto al médico. Atrás han quedado sus visitas recurrentes a los hospitales. ¿Estaba enferma de infelicidad? Quizá.

Autoconocimiento

Flamini habla con entusiasmo de su vida elegida. Nacemos y morimos. Lo que hagamos entre medio depende de cada uno. Así lo pensó, y así lo decidió. Cuando retiró los estímulos habituales, la televisión y las redes sociales, percibió cómo el cerebro se activaba. No existía el aburrimiento. Siempre había algo que hacer o sobre lo que reflexionar, también sobre ella misma. Un proceso de autoconocimiento, de pactar con ella misma, de entenderse más allá de la imagen que se esforzaba por ofrecer a los demás.

En la cueva leía, tejía y no dejó de escribir, también se grabó. Ahora, su testimonio será estudiado para analizar cómo afecta el aislamiento al cuerpo y la mente. En ningún momento tuvo ganas de abortar la experiencia. De hecho, se le hizo corta. Para ella, apenas habían pasado unos 160 días. Ya piensa en el próximo reto. Es feliz. Y poco hay que criticar. Al fin y al cabo, ¿no es la felicidad lo que buscamos todos?

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