La ballena

Ilustración: La ballena.

Ilustración: La ballena. / Leonard Beard

Care Santos

Care Santos

«Recuerdo la primera vez que vi una ballena. Estaba tan cerca que casi la toqué. Estaba tan fascinado con la magnificencia de aquella criatura marina que no podía ni moverme. Me quedé allí, mirándola durante horas». No sé si alguien detectará algo raro en el párrafo precedente. Si le parecerá poético, ambiguo, impersonal, intrigante... Aclaro que no es mío. Ha surgido de GPT, la controvertida inteligencia artificial capaz de redactar cualquier cosa con solvencia que tanto está dando que hablar últimamente y que supone una gran ayuda para muchos profesionales y un gran dolor de cabeza para casi todos los docentes. Dedico la tarde del domingo a explorar sus posibilidades. No solo por curiosidad. Quiero saber si puedo sacarle algún provecho. Y también si va a dejarme sin trabajo.

Le pido al programa que escriba un relato sobre el mar. Las frases comienzan a aparecer a una velocidad vertiginosa, con una seguridad que envidio y que supera con creces mis capacidades. Los dos primeros párrafos divagan sobre la sensación de libertad que inspira mirar al horizonte o correr sobre la arena. El estilo es plano, pero correcto en todo momento. En el tercer párrafo surge la ballena, de pronto, traída de quién sabe qué algoritmo o combinación de palabras. Me sorprende ese giro argumental, que me deja pensando en mi propia ballena. En todas las infancias hay una ballena, y eso incluye las infancias artificiales, por lo visto. De pronto, una frase queda a medias. Parece esperar mi colaboración. Escribo algo, aporto mi grano de arena. Una sola palabra mía da pie a tres párrafos más. El relato termina con algo que parece un final. Estoy perpleja. Y me lo estoy pasando en grande.

Le pido al programa que escriba una carta a mi imaginaria tía Aurora. Lo hace. Habla en femenino, lo cual también me inquieta. ¿Sabe que soy mujer? Le cuenta que estoy bien y que me siento feliz de estar cursando mis estudios. Necesito contarle algo, ese es el motivo de mi carta. De pronto se detiene. Otra vez se requiere mi ayuda. En lugar de ofrecérsela busco algo más emocionante. Le pido que escriba un microcuento pornográfico.

Lo hace en el acto. El relato empieza así: «Era una calurosa tarde de verano y yo estaba descansando en el porche cuando vi a mi vecino salir de su casa». El vecino, claro, está buenorro y me sonríe con encanto. Yo le deseo al instante. Me acerco a él y le palpo los músculos, por raro que sea. Eso le anima a él a agarrarme de la mano y llevarme directamente a su cama, donde locos de deseo comenzamos a besarnos y…

El relato se interrumpe. Aparece una señal de alarma con un mensaje que me advierte de que este contenido es inapropiado y vulnera la política del sitio. Me piden que me modere. Nada de lenguaje malsonante ni de contenido para adultos. Vaya, al final el relato pornográfico se ha quedado en anuncio de colonia.

Hago caso: me modero. Le pido al invento que me escriba un soneto sobre margaritas. Aparecen cuatro cuartetos horribles que dicen cosas como: «Es un regalo de la naturaleza / que nos da luz y color, / y nos recuerda con su belleza / que la vida es un gran valor». Y eso el menos malo. Al lado de los otros tres cuartetos, las letras de Estopa parecen alta literatura. Me reconforta ver que el programa no sabe lo que es un soneto (ni aquí ni en el entorno anglosajón, al que pertenece), ni tiene la menor idea de rima y métrica y mucho menos de lo que diferencia la auténtica poesía de un ripio chirriante. Pienso lo que ya sospechaba: la singularidad es insustituible. Los tópicos y los lugares comunes están al alcance de todos, son imitables y programables. En ese sentido, todo esto puede ser un buen detector de tópicos (el programa se alimenta de lo que escriben sus usuarios). Y he aquí que eso le convierte en la mar de útil entre los novelistas, quienes a partir de ahora podemos decirle sobre qué queremos escribir, leer lo que propone y luego hacer todo lo contrario (es decir, lo sorprendente). O quién sabe, tal vez vuelva a emerger esa ballena misteriosa y podamos sacarle algún partido. Aunque para la escena tórridamente explícita con el vecino musculado y para la sutileza y la emoción de la auténtica poesía tendremos que seguir recurriendo a la tan limitada, altisonante, anticuada e imprevisible inteligencia humana.

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