Una ibicenca fuera de Ibiza

Historia de tres estatuas; el silencio

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

Desde esta semana la estación más importante del país recibe a sus pasajeros con su nombre nuevo: Madrid Puerta de Atocha Almudena Grandes. El alcalde de la ciudad, que no asistió al acto, tampoco ha cumplido dieciséis meses después de ser aprobado en el pleno municipal a pocos días de la muerte de la escritora que «su memoria sea reconocida y su nombre se recuerde en una vía pública». Sí se la reconoce y recuerda en Chiclana, donde le han dedicado una calle desde la que se ve el mar.

Pero la capital ha vivido otra ausencia esta semana. La plaza Corona Boreal del barrio de Aravaca ha amanecido desnuda del mural dedicado a Lucrecia Pérez, la mujer asesinada hace treinta años en el que fuera el primer crimen juzgado como delito de odio con motivaciones racistas en la historia de España. Cuatro neonazis —entre ellos Luis Merino, guardia civil—, salieron a la caza de inmigrantes y acabaron con la vida de la dominicana en las ruinas de la discoteca en que se cobijaba. El homenaje, eliminado por el Consistorio madrileño en 2021 alegando «la realización de unas obras de mejora» y rehecho por los propios ciudadanos que veían que se incumplía el acuerdo municipal de restaurarlo, han descubierto que lo han vuelto a borrar. Empatados en el pulso los vecinos que exigen que se mantenga un vistoso homenaje en el corazón del pueblo en aquella plaza punto de encuentro de inmigrantes, con el del Consistorio que busca reemplazarlo por una placa en una rotonda. Y no es lo mismo. Los homenajes, como sus ubicaciones, importan. Porque lo que no se ve, no existe.

He tardado en leer The Arrival, traducido en español —y no había necesidad— a Inmigrantes. Y digo que no había necesidad porque el libro ilustrado no cuenta en sus 128 páginas con una sola palabra. El silencio. El libro da voz a un inmigrante —aunque no se le escuche— y más que no requerir palabras, necesita este silencio para trasladarnos al sonido de la inmigración donde el silencio es el mínimo común denominador.

La historia es simple, de sobra conocida: un hombre que abandona su país cuando tentáculos oscuros se ciernen sobre él. No conocemos su nombre o de dónde es. Los tentáculos pueden ser la guerra, la persecución, el hambre… Una de esas tantas ocasiones en las que solo te queda huir. Emprende un largo viaje dejando atrás a su familia sin saber si se volverán a ver para llegar a un lugar donde las palabras ya no sirven porque la gente habla idiomas distintos, todo lo nuevo te resulta incomprensible y ni siquiera sabes exactamente qué es la comida y donde al final solo te salvan la perseverancia, el trabajo duro y la hospitalidad de quienes, antes que tú, llegaron prófugos de otros mundos devorados por tentáculos. El ciclo de partida, llegada, integración y vida. Pero no siempre es así. Muchas veces se muere primero…

El libro, de Shaun Tan —australiano, hijo de madre australiana y padre chino—, fue creado en 2006 pero tiene esa apariencia de viejo y desgastado. Retrata un mundo tan fantástico como familiar de desarraigo; de idiomas y costumbres que se erigen un muro que solo nos atrevemos a saltar cuando nos empuja la necesidad, para llegar —ojalá—… a cualquier otra parte. Un mundo que puede ser cualquier mundo y sin embargo, recuerda a la isla de Ellis; el pequeño islote en el puerto de Nueva York por el que entraron entre 1892 y 1954 más de doce millones de inmigrantes. Ciento cuarenta millones de los actuales habitantes norteamericanos descienden directamente de aquellas personas que pidieron asilo huyendo de la persecución política, religiosa, guerras, sequías… pobreza.

Toda la isla es hoy un Museo de la Inmigración.

En el espacio del puerto desde donde en el libro reciben a los recién llegados dos estatuas inmensas del nativo y el extranjero que se dan la mano, reconociéndose como iguales, lo ocupaba en Ellis la colosal estatua de la Libertad. La fragata francesa Isère llegaba al puerto de Nueva York en junio de 1885 portando la estatua con el nombre originario de La Liberté éclairant le monde (La libertad iluminando el mundo) repartida en 214 cajas. Homenajeaba así Francia a Estados Unidos por sus 100 años de independencia del dominio británico. Pero mientras, ese mismo año en la vieja Europa, se celebraba la conferencia de Berlín en la que catorce países acordaban el reparto del continente africano en colonias. Ninguno de estos países era africano pero sí estaban Francia o Estados Unidos.

La estatua de la Libertad mira a Europa. En su cabeza, una corona de siete puntas simboliza los siete mares y los siete continentes; a los pies, un grillete y unas cadenas rotas y en una de sus paredes los versos de Emma Lazarus, nacida en Nueva York hija de inmigrantes de origen sefardí:

«¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad, los despreciados de vuestras rebosantes playas! Enviadme a estos, los desamparados, sacudidos por las tempestades, a mí».

Continuará.

@otropostdata

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