Ven a África

Ángeles González-Sinde

Ángeles González-Sinde

Es polvoriento. Sientes el pelo como un estropajo por más que te lo laves. Hasta en el supermercado el paquete de pasta tiene una capa de polvo que te hace dudar de la salubridad del contenido. La tierra es roja, de un rojo intenso, arcillosa. De pronto, unas voces de hombres cantan afinadas como un coro. Me asomo al balcón. Son soldados en formación. Marciales, preparan un desfile en el patio del cuartel general. El cántico sin embargo es dulce, armonioso. Pueden cantar a cualquier hora. Estamos en ramadán y la madrugada es tan buen momento o mejor que el día. Se preparan para la fiesta nacional que será la semana que viene.

Estos días la ciudad está medio aletargada. El presidente Macky Sall ha decretado la suspensión de todos los transportes públicos y los funcionarios no volverán a sus puestos hasta dentro de una semana. Se celebra la vista en el proceso contra el líder de la oposición, Ousmane Sonko, acusado de difamar a un ministro y de violar a una mujer. El Gobierno teme revueltas de sus partidarios si la sentencia le inhabilita y le impide presentarse a las próximas elecciones. Es un buen argumento para asociar su nombre a la intranquilidad y a pérdidas económicas. El taxista está aburrido. El día es muy lento. No hay clientes. Tampoco vendedores ambulantes. La parte buena es que tampoco hay tráfico. Se han disuelto como un Redoxón en agua los monumentales atascos de Dakar.

El lunes tomamos un autobús para viajar a Saint Louis, la antigua capital. Tardamos casi hora y media en alcanzar la autopista desde la estación. Por un momento pensé que o me tomaba un Lorazepam, o me tenía que bajar. Pero aguanté como aguantan todos aquí. Seis horas después llegamos a la vieja ciudad sobre el río Senegal. Íbamos sentadas en la primera fila. El estruendo del viejo motor nos fatigó más que la carretera. El bramido alternaba con un claxon estridente que el chófer tocaba cada poco para alertar a vehículos, peatones, motoristas, burros, carros. Cuidado que voy. Cuidado que no me detengo. Ojo que te llevo por delante.

El autocar, como los taxis, la ropa, los electrodomésticos, es viejo y está defectuoso, no superaría ni por asomo nuestras inspecciones. No las ha pasado, por eso está aquí. Es un desecho más de los europeos. Nuestra seguridad se paga a costa de la inseguridad ajena. África es nuestro vertedero. Un gran desguace. El autocar peligroso para unos es idóneo para transportar a otros y en el entreacto de esta función alguien saca tajada. El paisaje está salpicado de plásticos. Sus colores chillones rompen los tonos pardos de la tierra, las ásperas matas y los baobabs aún sin hojas. Las cabras, a falta de algo mejor en la temporada seca, los engullen. La basura nos acabará enterrando a todos. Salvo donde se ubican las mezquitas, nadie recoge ni barre los desperdicios que el viento reparte.

Los soldados vuelven a salir con sus impolutos uniformes. Pared con pared hay un hospital. El cuartel está impecable, en el verde de sus amplios jardines la vista descansa; el hospital es un amasijo desordenado de construcciones que se solapan. Saint Louis también es decrépito. Entre el puñado de hoteles en casas coloniales rehabilitadas, destaca uno español. Se llama Siki en homenaje al mítico boxeador senegalés. Al otro lado del río está el atestado barrio de pescadores. Cabras y ovejas conviven con los niños. Las mujeres tienden coladas escrupulosamente ordenadas por colores. Un pelícano pasea entre ellas, orgulloso como un rey benévolo. Babacar, el guía, nos explica que los pelícanos nacen negros y de adultos son blancos como Michael Jackson. Si es él quien hace la referencia al color de nuestra piel podemos sonreír sin culpa.

Hemos dejado la isla de Gorée para el último día. Quince minutos de travesía y alcanzamos una isla pequeñísima que carga con la penosa responsabilidad de haber sido el punto de partida de los barcos cargados de esclavos. La recorremos y todo cambia. ¿Es el frescor, es el aire limpio del mar, son las flores que disimulan las inexistentes aceras? Hay algo apacible cuando nos sentamos a comer. Thio, el tabernero, habla español. Nos alimenta y al despedirnos nos dice que la historia es la historia y no piensa cargar con ella. Tiene razón. A pesar de la sensación de sueño, del peso de la historia, África es presente, el anverso y reverso que nos dice quiénes somos y dónde estamos, sin espejos engañosos, sin trampas. Por eso siempre queremos volver a ella.

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