Oblicuidad

Borges dio plenos poderes a María Kodama

Matías Vallés

Matías Vallés

María Kodama recibía de madrugada, una hora intempestiva para llevar a cabo una entrevista. Hablaba en silencio, nadie acudía a preguntarle por ella en sí misma. Era consciente de su papel mediúmnico, la guía turística por las espiras de la catedral borgiana. Invocaba al monstruo sin necesidad de ser requerida, como en «Mallorca fue una isla mágica para Borges, la llamaba ‘un lugar parecido a la felicidad’». En efecto, no se refería a Jorge y menos a Jorge Luis, un patronímico del que se mofaba abiertamente su propietario.

Kodama susurraba a plena voz. No lloraba la ausencia de su otra mitad, ni mucho menos se jactaba de la proximidad. Daba el vínculo por sentado, una naturalidad que facilitaba la labor de preguntarle. Exhibía un respeto oriental por la figura del creador intelectual del mundo contemporáneo. Cumplía con la reticencia a la divinización del esposo que se había casado con ella poco antes de morir. La mejor prueba de esta consideración dialéctica figura en el prólogo de la mujer ahora fallecida a El tamaño de mi esperanza, recopilación de textos veinteañeros que Borges deseaba arrinconar. Kodama defendía su rescate sin contemplaciones, pues había actuado como el Max Brod que desobedeció al amigo Kafka que le ordenaba destruir sus manuscritos. «Quizás el Gran Inquisidor, escribe la mujer, en su afán por buscar lo perfecto, fue injusto con su libro de juventud».

O saben ya todas las historias sobre la persona joven que se empareja con un maestro décadas más viejo, o se las pueden imaginar. Tras la auscultación, mi impresión es que Borges otorgó plenos poderes a Kodama con entera conciencia, y que la convirtió en los ojos que no le dejaban ver. La viuda tenía además una notable visión mercantil, El tamaño de mi esperanza y otras obras postergadas fueron superventas. Formaba parte del genio, pero no lo imponía.

Puedo estar equivocado, pero Kodama fue lo mejor que podía sucederle a Borges, y nadie evocaba el anecdotario del argentino con su dulce ferocidad. «En uno de sus viajes a Deià, el coche que lo llevaba se descompuso. Y aquello lo vivió Borges como algo mágico, pues unos mallorquines le dijeron que eso significaba que las montañas de la Serra de Tramuntana querían que se quedase. Por suerte, apareció uno de los hijos de Robert Graves, y lo llevó al encuentro de su padre».

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