‘El cuento de la criada’ en versión turbocapitalista

Olga Merino

Olga Merino

Ahora mismo no recuerdo en cuál de sus escritos Josep Pla agradece a su madre que lo hubiera parido tan joven, en la plenitud de la carne y los tendones. Desde luego, puestos a traer hijos a este mundo, Facundo, mejor hacerlo temprano. La idea me rebota en la cabeza observando la foto en la que Ana Obregón, de 68 años, sale de una clínica en Miami en silla de ruedas, como si le tiraran los puntos de la cesárea, y con un bebé en brazos, fruto de un vientre alquilado. Cuando la niña cumpla 15 años, la actriz ya habrá ingresado en el club de los octogenarios, una edad poco recomendable para la batalla con el caos glándulo-mental de la adolescencia.

Cada uno gestiona el dolor como puede, y probablemente la experiencia humana no conciba un desgarro mayor que la pérdida de un hijo, en el caso de Obregón, un chico de 27 años, por culpa del maldito cáncer. No pretendo enmendarle el tiro ni arreglarle la vida, que tengo bastante con la mía. Además, parece que el corral mediático y las redes han sido más benevolentes en otros casos de ricos y famosos -de la baronesa Thyssen a Miguel Bosé- que subrogaron la gestación. Pero, en el fondo de todas esas decisiones, palpita algo viscoso, sucio, que tizna: el dinero. Al final, se trata de una transacción comercial en la que el vendedor se encuentra en una situación precaria, de vulnerabilidad económica.

Por lo menos hasta el inicio de la guerra, Ucrania constituía uno de los destinos más codiciados para este tipo de operaciones (resulta más barato que en EE UU, y los niños salen rubitos, con los ojos celestes). Hace justo un año, la periodista Patricia Simón publicó en el digital La Marea una crónica magnífica al respecto, sobre la empresa de vientres de alquiler BioTexCom, con sede en Kiev, donde adquirir un recién nacido cuesta entre 39.900 y 64.900 euros (las gestantes perciben unos 16.000 euros). La reportera recogía las declaraciones de una parturienta satisfecha con el trato, una mujer que había trabajado en una fábrica metalúrgica y que con el nuevo empleo podría ofrecer mejores condiciones de vida a sus dos hijas, las de verdad.

Yo no soy d’eixe món. El asunto de los vientres de alquiler me remite a El cuento de la criada, de Margaret Atwood, una oscura novela donde el cuerpo de las mujeres fértiles se ha convertido en propiedad de un Estado teocrático: «Soy un objeto. Por primera vez siento el verdadero poder que ellos tienen». Pero la escritora canadiense se equivocaba: ha sido el turbocapitalismo el que ha encarnado la distopía en un negocio como la copa de un pino.

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