Ucrania: la costosa paz

Antonio Papell

Antonio Papell

Cuando se produce una guerra, es evidente que se han agotado los cauces de la racionalidad. Las sucesivas civilizaciones, desde Grecia y Roma, se han dotado de sistemas políticos que en el fondo han sido métodos de resolución incruenta de conflictos. Internamente, se han procurado consensos que hayan permitido el desarrollo pacífico de las colectividades, un pacto social en una palabra. Actualmente, las naciones más adelantadas disponemos del método más perfecto de organizar la convivencia que es la democracia. Asimismo, después de las dos grandes guerras mundiales, que han mostrado la terrible atrocidad de la guerra moderna, se han establecido acuerdos e instituciones globales que pretenden resolver las rivalidades internacionales civilizadamente. Pese a ello, el mundo asiste siempre a un interminable sinfín de conflictos de media o baja intensidad; en la actualidad, la guerra de Ucrania es el último diferendo sangriento y brutal, el más grave desde la Segunda Gran Guerra, y esta vez en el corazón de Europa, como una especie de residuo volcánico de la Guerra Fría.

Lo más desolador de la guerra de Ucrania es que no sabemos cómo concluirla. Kant ya explico en su día, en el siglo XVIII, que la paz perpetua podría alcanzarse a través de la diplomacia o de «una guerra de exterminio» que aniquile a todas las partes y deje solo «el gran cementerio de la raza humana». Pero este dilema es ficticio: en realidad, cuando dos antagonistas llegan a invocar el exterminio del adversario es ya imposible que cambien de idea. En la guerra de Ucrania, es evidente que Putin, quien aún pretende estar al frente de una gran potencia, no claudicará porque ello significaría la humillación de Rusia y un ridículo estrepitoso para sí mismo. Si no consiguiese vencer a la pequeña Ucrania, un país periférico de la antigua URSS, su final vergonzante solo podría culminar en tragedia. Por otra parte, Zelenski, el inesperado brillante líder de la nación ucraniana, dispuesto a todo por repeler la agresión del gigante ruso, apoyado por la opinión pública global como un David mitológico enfrentado a Goliat, tampoco puede aceptar un armisticio que no sea ulterior a la recuperación de todo el territorio usurpado y a una victoria, cuando menos moral, frente a la arbitrariedad del tirano. Si Putin o Zelenski claudicase, tendría que asumir la idea de «traición» y sería represaliado, incluso físicamente, por los suyos.

El israelí Shlomo Ben Ami, diplomático que ejerció en España, exministro de Asuntos Exteriores de Israel, miembro distinguido del Partido Laborista, ha publicado un agrio artículo titulado La paz requiere traición en el que mantiene la tesis de que, en una guerra, la paz requiere una cierta «traición» de los contendientes. Y relata una serie de ejemplos: cuando De Gaulle firmó en 1962 los acuerdos de Évian, que otorgaban la independencia a Argelia y ponían fin a una cruenta guerra, se justificó de este modo: «en política, es necesario traicionar al país o al electorado. Prefiero traicionar al electorado».

El acuerdo del Viernes Santo en Irlanda del Norte fue otro ejemplo de paz «traidora». Enemigos acérrimos como el protestante Ian Paisley y el católico Martin McGuinness decidieron cogobernar para poner fin a la recíproca matanza; de momento, han salido indemnes. En Israel, la decisión de Isaac Rabin de «hacer la paz como si no hubiera terror» le costó la vida en un atentado. Igualmente, el rey Abdullah I de Jordania y el presidente egipcio Anwar Sadat fueron «traidores» a sus opiniones públicas y pagaron con su vida el intento de hacer la paz con Israel…

La historia está llena de casos en que la búsqueda de la paz ha representado un sacrificio sublime, no siempre fecundo. En la naturaleza humana hay un acicate de arrogancia que antepone la dignidad a la vida, preeminencia que solo se evita si existe en una de las partes un liderazgo muy fuerte o si la comunidad internacional se interpone en el conflicto y lo detiene. La dificultad de lo uno o de lo otro no debe sin embargo desanimar a los muchos actores políticos que desean la paz, por razones humanitarias ante todo. En la práctica, todos tenemos obligación de luchar por ella, aun sabiendo lo tortuoso del camino.

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