Antoni Serra: dos anécdotas

José Carlos Llop

José Carlos Llop

El escritor Antoni Serra tenía una voz muy potente, periscopio sonoro de su energía vital. Un hombre que no se fatiga hablando con el tono y timbre de Serra, es un hombre que no se fatiga nunca, característica en su caso –sospecho–, familiar, es decir, genética. Allí donde estuviera se le oía de lejos: hablar y reír con una risa que más que risa, era risotada operística, teatral. Esto tal vez le viniera de la temporada en que hizo de payaso en su juventud.

Cuando abandonó la carrera de medicina –una herencia paterna– Serra trabajó en un circo como el payaso Augusto. Y la mejor necrológica que se ha escrito de él –me recomendó su lectura Climent Picornell y es impecable–, ha sido la de su sobrino Miquel Serra Magraner en Última Hora, periódico que dirige, donde también citaba esa temporada y una escapada hacia adelante que sólo la muerte ha detenido. Pero ante el Toni Serra escritor, lo circense es una anécdota menor, tan lejana como colorista y yo quiero recordar ahora dos cosas, también menores, que viví gracias a él.

Porque a veces son las anécdotas las que nos muestran un fragmento del mapa distinto del oficial –que suele teñir repetidamente las necrológicas de los personajes públicos– y de los pésames de circunstancias (y en este caso ha habido varios, firmados por algunos de los que Serra vapuleó con saña disparatada en sus Diarios). La política combativa niebla el entendimiento y ahora no hablo de Serra sino de los vapuleados por él apuntándose al responso público no sé si por capacidad de perdón –que sería loable– o como fariseos del Evangelio. Milagros heredados del Congrés de Cultura Catalana, supongo, del antifranquismo más o menos de salón y de la metamorfosis de parte de la literatura mallorquina en una trinchera que en los fallecimientos ya parece el camarote de los hermanos Marx lleno de abanderados y repetidas consignas.

Pero voy a lo mío. Mi hermano Javier, el menor de casa, siempre ha dibujado muy bien. Allá por 1974, tenía quince años y dibujaba con tinta china unas ciudades barrocas entre la ciencia ficción y los cuentos de misterio, que ríanse de Las Dos Torres de Tolkien. Había edificios que eran rostros y minaretes con formas zoológicas y estaba también, además de la influencia de sus lecturas –El Necronomicón de Lovecraft o los Cuentos de Poe que yo le había pasado (le gustaba la literatura mal llamada ‘gótica’)–, la influencia de la música de Génesis, King Crimson, Yes, y Emerson, Like & Palmer. La colección de dibujos era de trazo fino y bastante llamativa y un buen día cogí su carpeta, me fui hasta el sótano de la Librería Tous en la calle Unió y le mostré los dibujos a Toni Serra pidiéndole exponerlos en aquel sótano donde, entre libros y estanterías, se mostraba de vez en cuando la obra de pintores y dibujantes mallorquines de otras generaciones (mi amigo Juan Deyá había expuesto allí). No lo dudó, abrió la agenda y fijamos fecha. La única condición fue que nosotros trajéramos los dibujos enmarcados. Era el año 74, repito, y la exposición fue un éxito gracias a la generosidad de Toni Serra. Guardo el dibujo que me regaló Javier hermano en mi estudio de Palma, tal como estaba entonces: tablero, vidrio, passepartout gris y cuatro pinzas metálicas y cuando lo miro, me acuerdo de aquel sótano en Tous y del despacho del escritor al fondo.

La segunda tiene que ver con Thomas Harris y trata del año 1994 cuando ningún mallorquín escribía sobre Thomas Harris en Mallorca y yo, años atrás, había oído hablar de Harris en boca de mi padre, que estaba destinado en Estado Mayor cuando el agente –¿doble?– y excelente coleccionista de arte murió misteriosamente –o quizá de la manera más tonta– en una carretera de la isla. En 1994 ya llevaba varias novelas existiendo el detective Celso Mosqueiro, el personaje de Serra más conocido, nacido a la sombra del Carvalho de Vázquez Montalbán y del boom de la novela negra española surgido a finales de los 70. Con la mirada puesta en Chandler, más que en Hammet, y si me apuran tanto en el cine negro como en la literatura.

Aquel año de hace treinta casi, Serra publicó L’avinguda de la fosca que junto con La ruta dels cangurs, de Guillem Frontera –que fue la primera–, forma el dúo de las mejores novelas negras mallorquinas del siglo XX, y es el mejor libro del escritor solleric, después de Carrer de l’Argenteria, 36. En la novela de Serra –con todas las características de la novela negra: intriga, trama detectivesca, un aire de fracaso y crítica social– Celso Mosqueiro no existe y lo hace en cambio un nuevo personaje central –entre culto y fin de raza, con aficiones de investigador– que no tuvo continuidad: Enric Puigdenfila, cuyo trasunto original o modelo –contó Serra en una entrevista y corroboró Jeroni Salom en su crítica (ambas en Diario de Mallorca)– no era otro que quien esto escribe. No repetiré sus palabras, pero sí que, dados los rasgos del personaje serriano, me dio una de esas alegrías que quedan fijadas en el tiempo y no se olvidan. Aquello quedó para las hemerotecas y allí seguirá en el olvido, pero ahora es un buen momento para que lo recuerde –como la exposición de mi hermano Javier cuando no habíamos cumplido los veinte– desde el agradecimiento.

Ambas anécdotas –marginales tanto del discurso oficial como del personaje a veces disparatado que Serra hizo de sí mismo y su visión excesivamente patética de la intelectualidad local– son también el escritor fallecido hace quince días. Sin olvidar tampoco que nunca se cansó de proclamar –Serra proclamaba, tonante, más que afirmaba– que la literatura de Mallorca escrita en castellano era tan literatura mallorquina –o cultura del país– como la escrita en catalán. No sólo fue de los primeros en subrayarlo –hay otros, pero son pocos– sino que no se desdijo nunca. También quería recordarlo, ahora que ya no está.

Suscríbete para seguir leyendo