Los partidos juegan con fuego

Antonio Papell

Antonio Papell

La demoscopia no es ni mucho menos una ciencia exacta y resulta muy difícil de evaluar el estado de ánimo de la ciudadanía de un país o de un territorio. Casi siempre hay que recurrir a indicadores indirectos, y pocas veces podemos adquirir verdaderas certezas. Pero si se contempla un periodo determinado con cierta altura y suficiente penetración, se podrán adquirir intuiciones valiosas sobre el humor eufórico o deprimido, alegre o temeroso, del cuerpo social, que sirven al menos para modular la conciencia política general y estimular las actuaciones de los diferentes agentes políticos.

Fue muy evidente la gran indignación social que produjo en España (y en muchos otros lugares, obviamente) la gran crisis de 2008-2014. El fracaso de las formaciones políticas que no fueron capaces de prevenir el desastre —en especial los efectos del estallido de la burbuja inmobiliaria— se repitió después a la hora de implementar las terapias supuestamente más adecuadas; con la ayuda impagable de Bruselas, del G20 y de la OCDE, se aplicaron políticas de austeridad que generaron mucho dolor en todas partes, destrozaron las clases medias y redujeron a cenizas el estado de bienestar, que ha habido que reconstruir (en Grecia y en otros países de nuestro ámbito todavía no se ha vuelto a la situación anterior). Aquellos comportamientos irreflexivos generaron oleadas de populismo en España, donde hasta entonces se había mantenido un bipartidismo imperfecto, y tuvieron efectos letales sobre el sistema de partidos en otros países, como Francia: la gran formación conservadora, el RPR, pasó a tener un carácter subalterno y el Partido Socialista prácticamente ha desaparecido.

En nuestro país, este fenómeno fue paralelo a una eclosión indecente de la corrupción política, que llegó a adquirir dimensiones inauditas. Como antes había ocurrido en varios países europeos, el pretexto de la financiación de los partidos generó un escandaloso mercadeo en el que se enriquecieron empresarios y elites públicas. El latrocinio fue, si cabe, más indignante por el hecho de que las sociedades nacionales, víctimas de la crisis, estaban en aquellos años pasando un trago muy amargo. La pérdida de la moral pública fue una lacra que no se limitó al plano económico: las desviaciones de Fernández Díaz, ministro del Interior, que se valió de las fuerzas de seguridad del Estado con espurios fines partidarios, pasarán a la historia como una de las grandes degeneraciones de nuestra democracia. Y también se recordará con bochorno la moción de censura que derribó al presidente del Gobierno, Rajoy, cuando los tribunales señalaron la responsabilidad penal del Partido Popular en los numerosos escándalos. Unos escándalos de los que tampoco se libraron la jefatura del Estado y su entorno. Y que también afectaron a la izquierda con un caso resonante y cuantioso: el de los ERE de Andalucía.

El nuevo gobierno surgido de la coalición de izquierdas ha practicado políticas sociales que han beneficiado a las mayorías, y eso probablemente ha congraciado a muchos con la política, pero el sistema representativo todavía no ha salido del pozo para ocupar un lugar estimulante, útil y verdaderamente constructivo. El Parlamento, que debería ser la sede de la reflexión y la inteligencia, el foro donde deberían deliberar las formaciones políticas en nombre de sus representados, ha sido un centro de desaforada tensión, donde ha habido más insultos que ideas. Y por si fuera poco, la obstinación de la principal oposición —conservadora— ha hecho imposible renovar el Consejo General del Poder Judicial. Es de una escandalosa desfachatez que una formación política anteponga su interés al mandato constitucional.

Para completar el retablo, hay que anotar el espectáculo de la moción de censura, segunda programada por Vox, que a los no muy iniciados habrá parecido una sesión de circo, con payasos de colorines. La elección por la extrema derecha de un anciano santón del comunismo histórico como candidato teórico a presidir el gobierno ultra en un teatrillo cuyo desenlace era conocido de antemano parece una burla a la audiencia, un despilfarro ostentoso que afrenta a todos los electores y contribuyentes. La irritación ciudadana está a la vista, y a este paso terminará estallando. Juegan con fuego los políticos, que seguramente no son conscientes de toda la exasperación que causan.

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