escrito sin red

Feijóo en territorio sueco

Ramón Aguiló

Ramón Aguiló

Que la moción de censura a Sánchez era merecida es cuestión que, fuera de la casta socialista y los beneficiarios directos del líder providencial, como comunistas, independentistas y herederos de ETA, pocos pueden negar. Nunca hubo en la historia de la democracia desde 1978 tantos argumentos para presentarla. Algunos, incuestionables, van desde los decretos de alarma inconstitucionales, hasta una reforma de las pensiones que supone el aumento de las cotizaciones que penaliza a los activos de hoy para pagar unas pensiones que no llegarán a mañana (que arreen los que le sucedan), pasando por los indultos a los héroes golpistas, el desarme del Estado o los trenes rigurosamente proyectados. Otra cosa es el momento y el sujeto de la moción. El momento era diciembre o enero, cuando el desarme del Estado, el asalto a la separación de poderes y la ley de los violadores; el sujeto, Feijóo. La presentación a las puertas de las elecciones de mayo pudiera haber sido favorable para Vox, pero introducía todos los sesgos de la propaganda electoral, la convertía en extemporánea. Quien la debía protagonizar era Feijóo, el líder del mayor partido de la oposición. Pero se negó, con el apoyo de la mayoría de los medios conservadores. Dijo que la moción la presentarían los electores el 28 de mayo. Esto es una falsedad o, siendo benevolentes, una penosa metáfora. El artículo 113 de la C.E. dice que es el Congreso de los Diputados quienes pueden exigir la responsabilidad del Gobierno a través de la moción de censura. Los ciudadanos eligen a sus alcaldes y sus parlamentos, no presentan mociones de censura. Un líder que ha definido a Galicia como una nación sin Estado no puede escaquearse así de su responsabilidad política. ¿Por qué lo ha hecho? No hay más respuesta que la cobardía ante el político más tóxico de la historia de nuestra democracia. Un líder que no tiene el cuajo suficiente para ser el estadista que necesita con urgencia España. Un líder que no aspira a otra cosa que a reverdecer el turnismo creado por una nefasta ley electoral y una C.E. que concede todo el poder a los partidos y deja inermes a los ciudadanos.

Uno pensaría que cuando se debate la moción, más allá de cualquier otra consideración, la actualidad política está radicada en el Congreso. El candidato a presidir el Gobierno era Tamames, pero el candidato que hubiera convertido la moción en un instrumento político coherente no era Tamames, era Feijóo, y su presencia en el Congreso, aunque fuera en la tribuna de invitados, por su condición de senador, era inexcusable. No asistió y su ausencia evocó en el hemiciclo a un barco sin patrón. Dicen las crónicas y el PP que el líder estaba haciendo política internacional en la embajada sueca. Se hizo el sueco. Podrá decirse que haciéndose el sueco deslegitimaba la moción, pero no hay tal. La liturgia institucional en una democracia no puede ser ignorada ni despreciada por ningún actor de la misma, mucho menos por quien aspira a protagonizar uno de sus principales papeles.

Sobre el desarrollo de los debates poca cosa notable puede decirse. El presentador Abascal sólo alcanzó un nivel aceptable en las réplicas a Sánchez. El nivel del presidente es el conocido: mentiras una detrás de otra y tonterías hiperbólicas como decir que Abascal odia a las mujeres, cuando nadie ha sembrado tanto odio guerracivilista como él a sus contradictores, políticos o empresarios. Es tan lamentable su condición de parlamentario y tan estrambóticos sus embustes que, en vez de argumentar en base a la lógica y los hechos, se limita a desfigurarlos, a convertir al crítico en un espantajo para así poder arrearle mejor. Dice que sus contradictores de Vox le atacan con bulos e insultos, cuando no ha habido un trilero más desvergonzado como él desde el primer momento. Mintió en su tesis doctoral, engañó a los electores mintiendo sobre sus alianzas post electorales, mintió en la pandemia, mintió diciendo que adaptaba la sedición a la realidad europea, y no ha dejado de hacerlo en ningún momento. Es tan caradura que se atreve a quejarse de insultos que no son tales sino retratos, él, que desde el verano ha convertido el consejo de ministros en un coro de insultadores a Feijóo. Sus inacabables intervenciones leyendo los áridos escritos de sus tropecientos asesores, un peñazo insufrible, casi han acabado con el aguante físico del anciano Tamames.

Tamames ha superado las expectativas. Ha señalado con acierto el relato sectario del Gobierno sobre la Guerra Civil y su idealización de la II República, el asalto a la separación de poderes, la inseguridad jurídica, el señalamiento de los empresarios (capitalistas despiadados), la conversión presidencialista de quien sólo preside el Gobierno de un sistema parlamentario menospreciando la figura del Rey, y el pacto para presidir el Gobierno con quienes pretenden destruir el Estado que ha conducido a su desarme institucional. Tamames ha intentado y, en parte, conseguido, señalar el desvarío ideológico y legislativo de un Gobierno que ha hecho tabla rasa del consenso y la reconciliación de 1978 y resucitado el maniqueísmo ideológico de 1936 que condujo a la Guerra Civil. El autócrata Sánchez ha abierto un foso infranqueable entre el PSOE a sus órdenes, ese infumable Patxi López, y el PSOE de la Transición, como denunciaron por escrito muchos de sus protagonistas; y, tarde, pero más vale tarde que nunca, Alfonso Guerra en una columna titulada Un malestar inmenso.

Arrimadas, en su crepúsculo, brilló como un sueño imposible. Me impresionó la mallorquina de Podemos, Lucía Muñoz. Intervino superándose a sí misma en la reforma de la ley ‘sí es sí’. Utilizó, en beneficio de su formación política y su posición sobre la ley de la vivienda, las desventuras vivenciales de la gente, sin ningún pudor, recabando los votos del dolor. La diputada y candidata a la alcaldía de Palma desplegó con gélida y devastadora demagogia una letanía de descalificaciones a quienes desprecia como fascistas. No lo hizo con la pasión febril del iluminado, sino con la frialdad imperturbable e inmisericorde de los puritanos que están en posesión de la verdad, la de los déspotas, la de un incorruptible como Robespierre, que no vacila en enviar a la guillotina a sus adversarios políticos, el Terror totalitario en estado puro. Fascinante y tenebrosa Lucía.

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