en aquel tiempo

Diez años con Francisco

Norberto Alcover

Norberto Alcover

El inmediato lunes 13 del presente marzo, se cumplieron 10 años de la elección de Jorge Mario Bergoglio como Sucesor de Pedro y por lo tanto líder de la Iglesia Católica. Apareció en el balcón vaticano con una gran sonrisa, mediada por una enorme sorpresa, y pidió a los presentes que rezaran por él. Tenía aspecto de un hombre bueno pero también sereno y asequible, lo que algunos ya conocíamos del jesuita que ahora alcanzaba la cima terrena del Catolicismo. Tras aquella renuncia un tanto desconcertante de Benedicto, los cardenales se fijaron, con bastante unanimidad, en quien fuera arzobispo de Buenos Aires y desde ahí había dado a conocer un estilo eclesial basado en la cercanía a los más pobres, sin perder ni un gramo de su grasa emocional para todos los que se habían cruzado en su camino. También sabíamos de su fortaleza interior y de una asertividad casi escandalosa en una sociedad tan líquida como la nuestra. Se trataba de un jesuita injertado de ese espíritu franciscano que se ha demostrado su mejor instrumento de comunicación. Y que le ha valido, desde el comienzo, críticas feroces. Y nos dijimos de qué iría su servicio, puesto que para el Evangelio de Jesucristo servir es el distintivo del poder, lo que no siempre se entiende para desgracia nuestra. Esperábamos.

Tras aquella aparición emocionante y no menos brillante, inmediatamente nos sorprendió con dos decisiones necesarias. De una parte, su decisiva intervención en el caso de los abusos en el seno de la Iglesia, y de otra la edición de ese documento programático como es Evangelii Gaudium, es decir, La Alegría del Evangelio. Era necesario depurar responsabilidades en el interior de la Iglesia, pero a la vez era todavía más necesario emprender el camino de una Iglesia Católica de puertas abiertas, de confrontación con el clericalismo, abriendo las ventanas al viento de la sociedad civil, siempre desde la óptica de la Encarnación del Hijo de Dios en Jesús. Los que lo quisieron entender y comprender, descubrieron en ambas medidas que Francisco estaba decidido a llevar adelante el Cuerpo Histórico de Jesucristo en clara alusión al Vaticano II y a ese documento inquietante como en su día fue Evangelii Nuntiandi, el Anuncio del Evangelio como prioridad eclesial, del mayor papa del siglo XX, nada menos que Pablo VI. Había estallado el problema: la Iglesia no existía para ella misma porque estaba en la sociedad «para los demás», a los que ofrecía una salvación que se llamaba plenitud. Era, por lo tanto, una exigencia evidente la urgencia de bajar a la calle de la historia, dialogar con creyentes e increyentes, y sobre todo, hacerse creíble en una sociedad secularizada hasta la médula. Es decir, había que bajar la Teología hasta la Pastoral, dejar de condenar para comenzar, de nuevo, a empatizar con quien se acercara. Y en el epicentro de esta nueva eclesialidad, la misericordia como nuevo nombre de la fraternidad. Lampedusa.

A partir de aquí, comienzan las discrepancias de los católicos respecto a este Francisco que todo lo resuelve, que parece aproximarse a las líneas rojas doctrinales, que abre los brazos a tantas minorías antes marginales eclesialmente, y sobre todo que clama contra un clericalismo que solicita urgentemente la irrupción del laicado, masculino y femenino, en la Iglesia. Francisco, para que nos entendamos del todo, manda que la Teología se ponga al servicio de la Pastoral, porque el núcleo de la Iglesia es la «evangelización» o si se prefiere «volver al Evangelio» de Jesucristo. De forma larvada pero sin descanso, determinados sectores de naturaleza más conservadora y dogmatista, de fuertes resonancias hiperliturgistas, comenzaron a poner palos en las ruedas del proyecto eclesial de Francisco. Y su presencia se ha hecho notar de manera tan silenciosa como eficaz. Este Sucesor de Pedro no se ha atrevido a tomar determinadas decisiones para no provocar una fractura eclesial de mayores proporciones. Así han sucedido las cosas… aunque sea doloroso escribirlo. Y quienes han trabajado y trabajan en desvirtuar el plan anunciado en La alegría del Evangelio, son responsables de que muchos de los deseos de Francisco se hayan paralizado. A cada uno lo suyo.

Pero a estas alturas, estos años dejan realizaciones sorprendentes: una respuesta radical en contra de abusos; la delicada reforma de la Curia romana, sobre todo en su dimensión socioeconómica; el nombramiento de obispos de talante eminentemente pastoral; el acento papal en apuntalar la formación de los futuros sacerdotes; la apertura eclesial al universo femenino en aumento; insistir en una Teología derivada en Evangelización; las visitas papales a los países más descartados; la creación del Consejo de Cardenales; la permanente misericordia con minorías hasta hoy mismo apartadas del cuerpo eclesial, y muchas más cosas. Todo este cúmulo de realizaciones, tantas veces desconocidas por la sociedad, encontrarán una definitiva consumación en el Sínodo de los Obispos sobre la «sinodalidad», en un intento de Francisco por hacer de la Iglesia un cuerpo más «compartido», tras las posibles aportaciones desde todos los ámbitos eclesiales. Con tal Sínodo, esta década bergogliana se juega, en gran parte, su proyección futura, y es de esperar que nuestros Obispos, con tanto material sobre la mesa, pongan a disposición del Sucesor de Pedro respuestas oportunas para las esperanzas de todo el Pueblo de Dios. Y Francisco pueda elaborar un documento definitivo en la recta final de su pontificado.

Todos sabemos lo que está en juego, y es de esperar que el mundo civil y en concreto mediático, tan comunicativo de los errores eclesiales, tenga el valor de mediar informativa y pensativamente de las conclusiones sinodales, porque, guste o disguste, tendrán resonancia a todos los niveles estructurales de nuestras sociedades. Y también, que la misma Iglesia proporciones una información y opinión amplia y libre de este acontecimiento. Después, y como siempre, todo quedará en manos de «los mediadores» ordenados, consagrados y laicales para una respuesta consecuente con los deseos de Francisco. Supuesto todo lo anterior, tales deseos papales y sinodales se remitirán a la conciencia personal de creyentes pero también de no creyentes. Todo lo que sea constructivo en orden a una sociedad más justa, más libre y más igualitaria afecta a cada ciudadano en momentos de graves interrogantes históricos.

Diez años con Francisco han supuesto lo que el Espíritu y nosotros mismos hayamos permitido. Este argentino hecho romano y por lo tanto universal admitiendo todas sus limitaciones, nos deja, sobre todo, una cierta sonrisa y ternura ante lo sagrado y lo profano, porque, como ya nos dijo al comienzo de su servicio eclesial, lo que importa es proclamar «la alegría del Evangelio». Es decir, plenitud.

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