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José Carlos Llop

El cuento de Montecarlo

Hay dos clases de personas: los que dedican su vida a hacer dinero y los que su deseo es mantener lo que han conocido. Hasta ahora, en Mallorca, han convivido ambos grupos sin problemas. Los primeros han tenido vía libre para los negocios –la isla ha sido una fábrica de hacer dinero durante décadas– y los segundos han podido conservar lo propio, sin sustos ni grandes padecimientos. Ambos grupos sabían que el dinero es el único lenguaje universal pero también sabían que no había que descuidarse, aunque se podía vivir dignamente –incluso bien o muy bien a ratos– sin necesidad de estar todo el día detrás del tintineo de las monedas al caer. Unos tenían el descanso que implica haber hecho un patrimonio; otros el de una jubilación, un apartamento junto al mar y unas telefónicas. Esto era así y ha sido así más o menos hasta ahora, pero ya se ha acabado y la cuerda alrededor del cuello nos la hemos puesto nosotros (no sólo, claro, pero algo hemos contribuido).

Continúo: en esos años –que fueron muchos– los extranjeros eran turistas o eran bohemios. Los mirábamos con alegría, pues nos traían otras costumbres, más liberales, y una belleza distinta. Los bohemios –por llamarles algo– solían quedarse en la isla: una larga temporada o varios años; los había incluso que vivían y morían en Mallorca. Tenían sus bares; tenían Banyalbufar, Deià y Fornalutx; tenían sus clubes; tenían sus pequeñas revistas y prensa en sus lenguas. Vivían de su jubilación, de la pensión que les pasaba su familia, de algún trapicheo artístico o anticuario. La convivencia era impecable: los mallorquines sacábamos un rédito de ellos y ellos vivían en lo que consideraban el paraíso por cuatro perras, en comparación con el coste de vida de su lugar de origen.

Oiga, ¿y no había turistas ricos? Sí, los había y los llamábamos millonarios. Este era el apelativo. Eran pocos y se mezclaban a menudo con gente del cine o del arte. Pero sus negocios estaban lejos y ellos aportaban el brillo necesario en una isla que era parte de la ribera mediterránea, ya saben, Saint-Tropez, Cannes, San Remo, La costiera amalfitana, en fin… Con tranquilidad, sin flashes y a vivir. En cuanto a testimonios tenemos muchos: el comienzo de la novela Mort de Dama (Villalonga), La isla de las dos caras (Thelen), lo que fueron las Galerías Costa, sus huellas en El Terreno o Génova, Natasha Rambowa, la revista Brisas en los años 30, Black Mountain en los 50, Thomas Harris, o Seizin Press mientras quiso Graves… son sólo algunos de la primera mitad del siglo XX.

Ahora lo que vemos son grupos de hombres –los nuevos vikingos–, sin interés especial y con rostro de tiburón de los negocios, probablemente inmobiliarios. Quizá jueguen a golf alguna mañana, quizá atraviesen la isla en bicicleta, pero no creo. Su objetivo es otro: el dinero y contemplan Mallorca como una fuente del mismo. Todo esto es como es y no hay sistema de autodefensa. No lo habrá hasta que los mallorquines no dejemos de jugar al ventajismo entre nosotros y seamos capaces de tratarnos bien, de tener respeto por lo que hace el otro. Una tarea, me temo, imposible más allá de la comedia cuando hay un interés personal. Y una forma de respetarnos es no estrangularnos. O mejor: no estrangular a la clase media porque sin ella el mapa caracteriológico, social y cultural de la isla, desaparecerá. En dos generaciones. Mallorca será Montecarlo y bye, bye.

¿Estrangular? Pondré un solo ejemplo como metáfora de lo que está pasando: dos amigos van a comer a un buen restaurante, sin lujos, pero con gran maestría gastronómica e imaginación desde lo sencillo por parte de su dueño y cocinero. El que nunca había ido a ese restaurante –hombre de negocios local–, se entusiasma con razón y habla con él. Y en vez de mostrar su arrepentimiento por no haberlo descubierto antes y no haber llevado a todas sus amistades, le dice que por qué cobra lo que cobra por un menú; que debe doblar o triplicar el precio, dada su calidad. El dueño lo escucha, pero sabemos que no le hará caso: las formas de cocinar también revelan el espíritu de quien cocina. Y en caso de traicionarse, aquel restaurante ya estaría vedado a bastantes de los mallorquines que comen en él de vez en cuando. Si aplicamos lo mismo a los precios inmobiliarios –en el camino de convertir nuestra casa en Montecarlo con sueldos casi extremeños– podemos empezar a hablar de exclusión de la clase media, que ha sido el espíritu del siglo XX y ahora se encuentra asediada por arriba y por abajo. Y llegaremos a la conclusión de que sólo se vive con cierta estabilidad cómoda en la llamada España pobre, porque la rica va camino de ser invivible si no se tiene dinero.

¿Dónde nos estamos equivocando cuando hasta ahora habíamos sabido hacerlo tan bien?

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