Ferrovial se marcha

Daniel Capó

Daniel Capó

El nerviosismo del gobierno a unos meses de las elecciones se extiende a las grandes multinacionales. La marcha de Ferrovial –una de las joyas de la corona de la economía española– a los Países Bajos se ha interpretado desde la Moncloa como una afrenta personal al presidente y como un intento de influir en los resultados electorales. Los problemas se le amontonan a Pedro Sánchez, a pesar de un uso masivo de los presupuestos quizá sin precedentes en la historia de la democracia española. Se mantenga o no en el poder una legislatura más –y el voto popular, lo sabemos, es azaroso–, la sensación general de final de ciclo empieza a ser abrumadora en la opinión pública, como ya han detectado sus socios parlamentarios. Las acusaciones antipatrióticas contra Ferrovial subrayan la debilidad de este gobierno, más allá de sus proclamas propagandísticas. Un país con una economía fuerte y saneada, atractivo para la inversión internacional, no padece un éxodo de empresas. La despedida de Ferrovial no es ningún indicio de antisanchismo –como se nos quiere hacer creer–, sino de la dificultad de competir en un entorno global desde un país, el nuestro, que lleva dos décadas en franco retroceso y cuya ciudadanía se ha empobrecido notablemente desde la crisis de la deuda soberana de 2008.

Una nación no se construye con un patriotismo de boquilla que apela continuamente a la demagogia en lugar de construir las condiciones necesarias para que nuestras empresas –pequeñas y grandes– prosperen en el mercado internacional. ¿No era precisamente Europa el horizonte soñado durante décadas por los españoles? ¿Se han asumido pues las condiciones y los requisitos de esta europeidad, que no puede consistir sólo en tender la mano para que nos caigan las limosnas en forma de subvenciones? Y, en todo caso, ¿a quién se debe una empresa si no a sus accionistas? Uno de los peores males de la política es el clientelismo, ya sea dirigido a los ciudadanos o a los empresarios. La tentación autoritaria –y el clientelismo no es sino una modalidad blanda, aunque especialmente corrupta, del autoritarismo– resulta siempre perniciosa.

Ferrovial se marcha y, quizás en un tiempo relativamente breve, saldrán de España otras empresas buscando un mejor acceso a la financiación internacional –tal vez el factor clave detrás de la decisión de Rafael del Pino– y poder cotizar con mayor facilidad en los principales mercados bursátiles. La cuestión sin embargo no es esta, sino saber qué pretenden hacer los gobiernos –el actual y los próximos– para evitar que esta brecha de agua se agrande aún más. ¿Qué medidas van a tomar a fin de recuperar el atractivo inversor de España? ¿Cómo lograrán un ecosistema fiscal, jurídico y macroeconómico favorable a la buena marcha de la economía? Más aún, ¿cómo es posible que se hayan normalizado cifras de paro como las que sufre nuestro país sin que nadie se escandalice realmente?

Al final, demonizar al empresariado manda un mensaje pésimo a Europa y alimenta los temores del empresariado español más competitivo. Que nuestro país sea una potencia mundial en la ejecución de obra pública y en la gestión de servicios –Ferrovial obtiene más del 80% de sus ingresos fuera de nuestro país– debería servirnos de palanca de crecimiento, en lugar de ser la enésima excusa para alentar un mensaje político que nos divida entre buenos y malos.

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