Una ibicenca fuera de Ibiza

El derecho a ser feliz

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

Que el dinero no da la felicidad ya lo constató un estudio de la Universidad de Washington que reveló que 90 días después de que los ganadores de la lotería cobraran sus boletos millonarios mostraban el mismo nivel de felicidad previo a su fortuna. Ojo, porque otro estudio del Massachussetts Institute of Technology comprobó que 7 de cada 10 ganadores de la lotería tiene menos dinero cinco años después de haber ganado el premio. No, no el mismo, sino menos. Así que si alguna vez la suerte acompaña al lector, respire hondo y asesórese muy bien antes de entrar al concesionario de Lamborghini como si no hubiera un mañana —porque lo hay—.

Y que el dinero no da la felicidad y en cambio las relaciones sí, lo muestra un estudio en activo desde hace 85 años (1938), el Estudio de la Universidad de Harvard de Desarrollo de Adultos, seguido entre un grupo de estudiantes de segundo año y otro grupo de jóvenes de los barrios más desfavorecidos de Boston. En total, 764 hombres participaron inicialmente en el estudio que incluyó primero entrevistas con sus padres y más tarde se extendió a sus cónyuges y a sus más de 2000 hijos. Se realizaron cuestionarios regulares, pruebas clínicas y hasta entrevistas en sus salas de estar. Con el tiempo, aquellos jóvenes se hicieron adultos y entre ellos hubo operarios de fábrica, albañiles, abogados, alcohólicos… e incluso uno de ellos (John F. Kennedy), llegó a ser presidente de Estados Unidos.

El cuarto y actual director del proyecto, Robert Waldinger, profesor de psiquiatría de la universidad —y maestro Zen—, narra en su charla TED ‘El secreto de una vida feliz’ que una encuesta realizada entre milenials mostró que para más del 80% de ellos, la verdadera felicidad sería llegar a ser ricos. El 50% incluía hacerse famoso. En realidad, sus objetivos no eran distintos a los de aquellos jóvenes en 1938 que creían firmemente que la fama, la riqueza y lograr grandes cosas era los requisitos para una buena vida. Sin embargo, su opinión fue cambiando a lo largo de estos 85 años. Cuando a los participantes ya octogenarios se les preguntó: «Cuando miras hacia atrás en tu vida, ¿qué es lo que más lamentas?» hubo dos grandes arrepentimientos. Uno era haber pasado tanto tiempo en el trabajo en lugar de con las personas que querían. El otro —que expresaron mayoritariamente las mujeres— fue: «Ojalá no hubiera pasado tanto tiempo preocupándome por lo que piensan otras personas».

Pero, por encima de la genética, fueron las personas con más vínculos familiares, con amistades o con su comunidad las que demostraron ser más longevas, más sanas y más felices. Pero no sirve cualquier vínculo. Un matrimonio conflictivo, por ejemplo, demostró tener consecuencias nefastas en la salud. De hecho, otra de las conclusiones obtenidas es que, en sus cincuenta años, más que los niveles de colesterol, lo que predijo cómo envejecerían fue su grado de satisfacción con sus relaciones.

Pero como la vida no pueden ser todo besos y abrazos, que la felicidad también reporta dividendos lo demostró otro estudio en la Universidad de Warwick: ser feliz en el trabajo supone un aumento de un 12% de la productividad en la misma cantidad de tiempo y al contrario, los empleados descontentos son un 10% menos productivos. Invertir en felicidad en las empresas resulta un 22% de beneficio. No en vano ‘felicidad’ proviene del latín felicitas, cuyo significado puede traducirse como que da fruto, que es fecundo.

Con todos estos datos, ¿no debería la felicidad ser un asunto de Estado? Lo es para alguno, como Bután, un pequeño reino budista en el Himalaya que lo incluyó en su Carta Magna: «Solemnemente juramos garantizar la tranquilidad y realzar la unidad, felicidad y bienestar del pueblo eternamente» y concibiendo en 1972 un índice de ‘Felicidad Nacional Bruta’ (FNB) porque el Producto Interno Bruto (PIB) «no refleja el bienestar de las personas», y por lo tanto, de un país.

Promovida principalmente por Bután, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó en 2011 la Resolución A/RES/65/309, ‘La felicidad: hacia un enfoque holístico del desarrollo’, en la que califica la búsqueda de la felicidad de «objetivo humano fundamental», invitando a los Estados miembros a emprender políticas públicas enfocadas en la búsqueda de la felicidad y el bienestar de sus pueblos. Un año después decretaba el 20 de marzo Día Internacional de la Felicidad.

Con más o menos éxito, algunos países han hecho sus pinitos en esto de legislar a favor de la felicidad de sus ciudadanos. El jeque y primer ministro de Emiratos Árabes, Sheikh Mohamed ben Rashid Al Maktoum, anunciaba en 2016 la creación del ‘Ministerio de la Felicidad’ para generar en el país «bondad social y satisfacción como valores fundamentales». Cuatro años después anunciaba su eliminación con un tuit: «El objetivo de estas reformas estructurales es tener un Gobierno que sea más ágil en la toma de decisiones». En 2013, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, creaba un ‘Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo’. Habrá que preguntar si funciona a los cerca de 300.000 venezolanos que han emigrado a España en los últimos 10 años y que se han convertido en el país de origen que más solicitudes de asilo realiza.

¿Y en cuanto a España? Fue precoz en realidad, incluyendo en su primera Constitución, en 1812, en su artículo 13: «El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen». Sin embargo, aquel objeto y aquel fin fueron cambiando con el tiempo. En nuestra actual Constitución Española de 1978, ‘deber’ está en 43 ocasiones; ‘obligación’, 11, pero, la palabra ‘felicidad’… no aparece.

Así que a falta de un ministerio o la propia palabra, no se me ocurre indicador más veraz del nivel de felicidad de los españoles —o de su ausencia— que nuestros datos de salud mental, ni del compromiso de nuestro Gobierno que su inversión en protegerla. En España el suicidio es la principal causa de muerte no natural. Se suicidan una media de 11 personas cada día. Una cada dos horas. Cada día se toman 92 antidepresivos por cada 1000 habitantes —un 43% más que hace diez años —. España es el país que más ansiolíticos consume de toda Europa —110 diarios por cada 1000 habitantes —. Este consumo es cuatro veces superior en personas con rentas bajas. Y sin embargo, en España hay una media de 6 psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes. Tres veces menos que la media de la Unión Europea. La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) denuncia que casi la mitad de las consultas en Atención Primaria están relacionadas con motivos psicológicos. La saturada sanidad primaria es el embudo que engulle personas con depresión o ansiedad derivadas de acoso escolar, precariedad laboral o falta de vivienda. Ser española, mujer, joven y pobre te da más papeletas para esta brutal lotería.

Y ante la sobrecarga asistencial y la impotencia de poco más que hacer… se les medica. A sabiendas que estos fármacos generan dependencia y tolerancia y no solucionan en absoluto la raíz del problema… se les medica.

Así que sí, la felicidad es un derecho, un objetivo fundamental humano y por lo tanto un asunto que atañe y mucho a los gobiernos. Dicho en palabras de George Eman Vaillant, exdirector y uno de los principales investigadores en el Estudio Harvard de Desarrollo de Adultos: «La felicidad es amor. Punto final». Y —añado yo—… por eso las políticas deben querernos.

@otropostdata

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