Isla Desolación

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Hace muchos años, en los tiempos de la Transición -finales de los 70, más o menos-, tres personas que conocía o con las que había tenido algún contacto decidieron poner fin a sus vidas. Una se lanzó por el balcón; la otra apareció muerta en el bosque de Bellver con un tubo vacío de pastillas a su lado; y una tercera -un chico- apareció muerto en el piso que compartía con otros estudiantes. De esas muertes se habló muy poco, y si nos enteramos, fue porque nos llegaron casi a escondidas rumores y fragmentos de conversaciones, siempre en voz muy baja: «¿Sabes qué ha pasado? No te lo vas a creer…» No hubo mucho más. A una de esas personas la había visto a veces en un bar o cruzando una esquina, siempre sola. La otra era una conocida de una conocida, alguien a la que nunca traté directamente pero de la que de vez en cuando me llegaban noticias: una nueva pareja, un viaje, un encuentro casual, esas cosas. Y del otro sabía aún menos: no era más que un nombre que de vez en cuando salía a relucir en una conversación casual, pero todos sus amigos coincidían en que no podían explicarse lo que había ocurrido. Nadie, por lo visto, notó nada ni se imaginó nada, hasta que un buen día ocurrió lo que ocurrió. Un misterio, decían.

Me he acordado de aquellas tres muertes, que ocurrieron en un periodo muy breve -y que por eso mismo nos chocaron tanto-, porque ahora se habla mucho de una alarmante epidemia de suicidios, sobre todo entre los jóvenes, como si nunca antes hubieran ocurrido estas cosas. Pues bien, aquellas tres personas eran muy jóvenes: una no había cumplido los veinte años, y las otras dos rondarían los 22 o los 23, no muchos más. Era la edad que teníamos cuando nos enteramos de sus muertes, y eso fue lo que más nos inquietó: eran de los nuestros, de los que pensaban y vivían y hacían las mismas cosas que nosotros, y por ello sentimos su muerte como si hubiera podido ser la de uno cualquiera de nosotros. Y peor aún fue cuando nos enteramos de que no había habido nada «oscuro» en sus muertes (tontos que éramos, no sabíamos que una muerte, sea la que sea, es en sí misma un hecho «oscuro» que jamás podrá tener un lado «luminoso»). Pero el caso es que no hubo drogas, no hubo peleas, no hubo intervenciones misteriosas ni desengaños sentimentales. Esas muertes simplemente ocurrieron: el balcón, el bosque, el piso vacío. Eso fue todo.

El otro día leí que un experto -sea lo que sea un «experto»- atribuía la actual epidemia de suicidios a la precariedad laboral, a la desigualdad, a la pobreza y en definitiva al neoliberalismo y al malvado capitalismo. Hombre, sí, lo entendemos, no es fácil vivir con 700 euros al mes (si los ganas), pero resulta un poco ridículo buscar causas únicamente materiales para un fenómeno que en el fondo es inexplicable. Siempre me ha llamado la atención que una de las últimas cosas que hizo Cesare Pavese, antes de suicidarse en un hotelucho de Turín, fue ir a mirar si había una buena foto suya en el archivo de la editorial para la que trabajaba (Natalia Ginzburg escribió un ensayo sobrecogedor sobre el suicidio de su amigo Pavese). Ese absurdo rasgo de vanidad «pre-mortem» de Pavese resulta a la vez desconcertante y fascinante. ¿Se habría suicidado Pavese si no hubiera encontrado una buena foto de sí mismo en el archivo de la editorial? Pavese sabía que esa foto iba a aparecer en los periódicos cuando se diera la noticia de su muerte, y justo por eso quería que fuera una buena foto: una foto en la que saliera favorecido, es decir, «guapo». Pero ¿qué habría hecho si no hubiera encontrado esa buena foto? ¿Habría continuado con sus planes de suicidio? ¿O los habría pospuesto hasta hacerse esa foto en la que por fin se le viera «guapo»? ¿O habría decidido seguir viviendo a la espera de esa foto que nunca llegaba? Fuera como fuese, Pavese encontró la foto y a los pocos días se mató. Lo siento por nuestro buen experto, pero no veo la maléfica influencia del neoliberalismo en este suicidio que tuvo lugar, no lo olvidemos, en el lejano verano de 1950.

Lo único que sabemos es que un suicidio es inexplicable. Hay causas genéticas, por supuesto. Y hay causas personales, que son tan obvias que nadie las cita: una enfermedad, por ejemplo, o una ruina, una humillación, un fracaso amoroso. Y hay causas materiales que también cuentan -un desahucio, un despido, una deuda-, porque mucha gente es incapaz de asumir una derrota que los deje para siempre a la intemperie. Y hay otros cientos de causas de las que nada sabemos y que tal vez ni siquiera conocía la persona que decidió quitarse de en medio. Pero también hay causas que son evidentes y de las que nadie habla, probablemente porque son causas que no pueden ser manipuladas ni explotadas por los discursos ideológicos: la soledad, la falta de afecto, la falta de familiares, hermanos, padres, amigos. La falta de amor. La falta de apegos. La falta de expectativas. La falta de sueños. Y de esas causas nadie habla, me temo.

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