La tragedia de las gemelas de Sallent
Las gemelas de Sallent. No me las quito de la cabeza. Una y otra vez, visualizo una mano gigante que manipula el reloj cósmico para detener las manecillas en el justo instante en que las niñas cogen los taburetes para encaramarse a la barandilla del balcón. O bien esa mano las rescata en pleno salto al vacío. Alana, de 12 años, murió en el acto; su hermana, Leila, se recupera en el hospital Parc Taulí, de Sabadell. Dejaron dos cartas explicando los motivos: Alana quería ser un chico y que la llamaran Iván, y se sentía incomprendida por sus sentimientos; Leila seguiría a su gemela hasta el final por solidaridad, por íntima compenetración. Cuesta tragar saliva después del párrafo.
Probablemente, no habrá una explicación única. En los suicidios no suele haberlas. Pero llama la atención que, en un primer momento, tanto el Departament d’Educació como el ayuntamiento de Sallent se apresuraran a descartar que las menores hubiesen sufrido acoso escolar y a subrayar que ambas recibían atención psicológica en el instituto donde estudiaban. Algo no funcionó, pues, como debía. No se trata de señalar y machacar, sino de evitar la repetición de la tragedia.
Guerra contra el mundo.
Estás en guerra contigo y contra el mundo, te irritan los padres y le harías vudú a medio claustro. Quieres que te hagan caso y, a la vez, que te dejen en paz. No eres ni un niño ni un adulto, pero en ocasiones te tratan como si fueras un idiota, con razonamientos que dinamitan la lógica. O te sermonean. No comprendes la electricidad que te sacude. Las tetas duelen al brotar, y serías capaz de ponerte un cárdigan en pleno agosto con tal de que nadie advirtiera esos dos bultitos, apenas yemas de un árbol tierno. El drama de los granos. El bigote torpe de los chicos. Los gallos. Burlas en la escuela porque eres gordo o llevas gafas de miope o porque hablas con acento argentino y le llamas pollera a la falda. Pongamos también que en casa falta dinero y sobran las broncas entre tus padres.
La adolescencia es a menudo un lugar inhóspito, pero me da la impresión de que los chicos nunca han estado tan confundidos como ahora. Serán las redes sociales, los móviles, las modas, la imagen exterior y el postureo, el afán por experimentar cosas nuevas y romper moldes sociales o las consecuencias de la maldita pandemia. En cualquier caso, informes y expertos alertan del aumento de pensamientos suicidas, autolesiones y enfermedades mentales entre los más jóvenes. Faltan pedagogos, psicólogos, terapeutas en los institutos. Los profes van desbordados. No se trata de medicalizarlos, sino de tenderles una mano, una mano que quizá también tiemble en esta época de múltiples desconciertos, pero una mano recia, de adulto. La mano que sostiene en el vacío.
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