ARENAS MOVEDIZAS

Hablar por hablar

La clase política persiste en su ‘cruzada’ por imponer al periodista lo que es relevante y lo que no. La relevancia informativa ni siquiera es potestad de los medios, sino de la opinión pública

Jorge Fauró

Jorge Fauró

Mientras se cumple el primer aniversario de la guerra en Ucrania continúan pasando cosas. Ello no impide que algunos políticos se convenzan a sí mismos de que albergan la capacidad de manejar y dictar la agenda de un país y el calendario de la actualidad; lo que es motivo de debate y lo que debe arrumbarse bajo las alfombras o dentro de los armarios. Ni siquiera las redes sociales son capaces de marcar la agenda de nada. La clase política persiste en una cruzada imposible: la de imponer al periodista lo que es relevante y lo que no. La trascendencia informativa ni siquiera es potestad exclusiva de los medios, sino de la opinión pública.

En Podemos se pasan media vida cuestionando los enfoques que los medios de comunicación hacen de las leyes que ellos promueven; al PP no le gusta que se recuerde que tuvieron un presidente de nombre Pablo Casado y tratan de convencer a los periodistas de que «eso es el pasado». Lo mismo sirve para la corrupción. Al PSOE le enoja sobremanera que se hable de trenes, de los ERE o de las tramas de extorsión de algunos antiguos cargos públicos en Canarias. A Vox le molesta que se publiquen fotografías de gente propia saludando a la romana. En suma, que «se deje molestar a la gente de bien», según la nueva terminología que trata de acuñar Núñez Feijóo.

De un día para otro se dejó de hablar del mal de las vacas locas como desapareció de la agenda la viruela del mono o la vaca aquella que se moría de hambre en Argentina. A algunos políticos, como a algunos opinadores profesionales, es inútil insistirles en que las noticias no son un chicle que se pueda estirar indefinidamente o cercenarse de cuajo y a demanda. Las noticias tienen el recorrido que tienen, y esto, con permiso de, verbigracia, Pablo Iglesias, es potestad de quienes han hecho del periodismo su profesión.

Con el uso extensivo de las redes sociales, la clase política se pasa el día cuestionando portadas, enfoques, protagonistas de la noticia, como si algunos se hubieran licenciado en la materia antes del primer informativo de la mañana. Afean a los periodistas las cosas de las que escriben o se sorprenden con ironía de los asuntos que algunos medios omiten. Porque ellos, que jamás han metido un breve en un robapáginas ni tratado de engañar al programa de edición metiendo a mansalva track y escala horizontal, son quienes de verdad conocen el oficio, según parece.

Como se escucha a diario en muchas redacciones, no insistan: «eso está dao». Yo me imagino a esos políticos al filo de la hora del cierre de cualquier diario de España, recibiendo del redactor jefe órdenes del tipo «levanta esa página y mete una chapa»; «pinta una foto en bandera y añádele un sumario»; «repinta el tema, mételo a doble y cuidado con que el medianil no parta la foto». Les urge un baño de humildad y algún conocimiento.

A diferencia de estos prohombres que tratarían de enseñar al herrero cómo funciona una fragua, los profesionales que se toman en serio su oficio acostumbran a documentarse antes de escribir las cosas que dice el político. De entre los periodistas que cubren habitualmente la actualidad del Congreso, no creo que haya uno solo que no haya leído, antes de enviar la crónica a su medio, los borradores de las leyes cuya interpretación profesional —cada cual desde su línea editorial— se han convertido en asunto de actualidad. En la mayoría de los casos, rara vez ocurre al contrario, como si el cargo les eximiera del conocimiento previo de las cosas. Y sí, la noticia durará lo que tenga que durar y el chicle informativo habrá de estirarse hasta que no quede un solo resquicio por detallar, interpretar u opinar. Y se dejará de hablar de ello como se dejó de hablar de la vacas locas, a saber: cuando deje de ser noticia.

Los medios de comunicación lograron no sacar del foco la caída de Pablo Casado hace un año, desencadenada hábilmente el día en que se desataba la guerra en Ucrania. Dicho lo cual, es muy saludable que los dirigentes descontentos con la agenda que marca la opinión pública monten sus propias empresas de comunicación si consideran que ningún periódico, radio o televisión recoge con veracidad los hitos de la actualidad. En democracia, el lector, el oyente o el televidente son quienes en última instancia deciden si prefieren lo que les cuenta el periodista o lo que les canta el vocero, que les atienda un médico o un curandero, el profesional o el aficionado con pretensiones, la voz autorizada o el charlatán de feria.

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