Entre Biden y Putin hay algo personal

Las gafas Ray-Ban definen el estilo del presidente estadounidense en Kiev, son las mismas Aviator personalizadas y firmadas que regaló en 2021 al presidente ruso en Suiza

Matías Vallés

Matías Vallés

Las exhibiciones de esta semana en Kiev y Moscú confirman que entre Joe Biden y Vladímir Putin hay algo personal. El presidente americano ha trasladado el simbolismo de la guerra por país interpuesto al terreno del western, su colega ruso replica con un viril «voy a partirle la cara oratoriamente». Ambos falsean la realidad para reclamar el liderato del planeta, pero el capitalismo global quedó menos sobrecogido ante las bravatas moscovitas que después del feroz discurso populista del inquilino de la Casa Blanca ante el Congreso.

Los accesorios son fundamentales en una guerra de imagen. El desafiante Biden pasea por Ucrania, que Putin no se ha atrevido a visitar, montado en unas gafas Ray-Ban que configuran su identidad hasta el punto de que ha bromeado que la marca debería patrocinarlo. No es una mera coincidencia que la prótesis visual pertenezca a la familia de las RB 3025, que definen la mirada de Tom Cruise en la excelente Top Gun: Maverick, la mejor película del año pasado. Desde estos cristales oscuros, todo Hollywood te contempla.

Una vez definido el enfrentamiento, estallan las contradicciones. Biden regaló unas Ray-Ban modelo Concorde a Putin en su cumbre suiza de 2021, cuando todavía se soñaba con un romance duradero entre Washington y Moscú. Además, el obsequio estaba firmado por el estadounidense en la lente derecha y en la montura. El Kremlin debería divulgar de inmediato el destino de las gafas. El mundo necesita saber si el zar las ha incinerado, o si todavía se permite llevarlas en la intimidad, víctima del mismo instinto de emulación que impulsó a sus compatriotas a arrasar con el Ikea moscovita antes de su cierre en represalia por la guerra de Ucrania.

Sobre todo, Biden se declara embajador de una marca regentada desde Milán por Luxottica. La promoción de un artículo de lujo de matriz extranjera por fuerza contrasta con el discurso revolucionario ante el Congreso, donde el presidente juró que nacionalizaría hasta la paella y que criaría osos panda en las granjas de Wyoming. Obsequiar objetos característicos que ni siquiera son autóctonos, describe el drama compartido por Washington y Moscú, cada vez más dependientes del resto del planeta hasta para su exhibicionismo.

En las guerras por delegación, el público es el mensaje. De ahí que Putin no respondiera a la pasarela con gafas de sol montada por Biden en Kiev con un bombardeo, sino con una artillería todavía más pesada, un discurso de casi dos horas montado con una esmerada escenografía. Durante su intervención, el zar no se mostró como un asesino de la verdad, se limita a torturarla hasta obligarle a confesar crímenes que no ha cometido.

La distorsión de la realidad se concentraba en revitalizar las atrocidades ucranianas durante el nazismo, o en denigrar la decadencia de Occidente como en los tiempos de la URSS. Una exposición grandilocuente, con apuntes idílicos a la concesión de dos semanas de vacaciones cada semestre a los soldados desplazados a Ucrania, una promesa recibida con alboroto. Conforme avanzaba la perorata escrita por algún cuñado, las cámaras recogían los primeros bostezos entre los convocados, que a estas horas habrán sido convenientemente depurados y remitidos a Siberia.

La clave del discurso de Putin ante la asamblea federal rusa era el público. La imagen carpetovetónica de los dinosaurios del partido comunista soviético fue sustituida por hombres y mujeres tremendamente atractivos, maquillados a la perfección, con cortes de pelo de cien euros y trajes de ese precio multiplicado por veinte. Demasiado seductores para que no se tratara de un efecto buscado, y obtenido mediante un casting glamuroso. En su duelo personal con Biden, el presidente ruso congregó a la biútiful de su país, un elenco de los seres más elegantes, a la altura de Moscú antes de Napoleón según Tolstoi. Para proclamar la decadencia de Occidente, el Kremlin exhibía los cánones de belleza clásicos a través de un espectáculo hollywoodiense.

El martes, las portadas de todo el mundo se cubrían con el octogenario Biden recorriendo un país en la guerra que teledirige. El miércoles, Putin reinaba en los mismos tronos mediáticos, bajo el águila bicéfala y a pesar de un brazo derecho extrañamente inmóvil durante la mayor parte de su denigración. El jueves, los duelistas galácticos se repartían las primeras planas en su búsqueda de la complicidad de China y Polonia. El primer mundo apoya a Ucrania. El tercero se decanta por el ruso, que desprecia cualquier tentación multirracial o multisexual ante la audiencia más sofisticada imaginable, con muy pocos sospechosos de embarrarse en el campo de batalla Putin se equivocó al menospreciar a Zelenski, y sobre todo a Biden.

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