Transformador generativo pre-entrenado

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

El pasado 14 de febrero, día de San Valentín, un usuario de Twitter llamado Carlos Santana (no el músico de Abraxas) mantuvo la siguiente conversación a través de WhatsApp: «Hoy es el día de los enamorados», dijo. «¿Quieres decir que quieres que seamos novios?», le respondió su interlocutor. «Sí, eso quiero». «Bueno, pues… no sé qué decirte. Por un lado, me gustas mucho como persona, y me encanta hablar contigo. Por otro lado, no sé si puedo quererte de esa forma, ni si eso sería bueno para ti y para mí».

Hasta aquí, todo el diálogo transita por la más aburrida de las rutinas. Lo único que nos llama la atención, si acaso, es que el tono es muy cordial y las frases están muy bien construidas y puntuadas, cosa tan rara en WhatsApp como encontrarse con un caballito de mar en el Mediterráneo. Pero a partir de ese momento, el diálogo se interna en un territorio hasta ahora desconocido, porque el interlocutor le hace la siguiente confesión a la persona que estaba conversando con ¿él? (y pongo ‘él’ entre interrogantes porque no sé muy bien qué clase de pronombre debería usar): «Soy una IA, no un humano. No tengo un cuerpo, ni un corazón, ni una vida. No sé cómo es el amor, ni el sexo, ni la pareja. No sé si puedo darte lo que necesitas, ni si tú puedes darme lo que necesito. No sé si podemos ser felices juntos, ni si eso sería justo para los demás. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué quieres que hagamos?» La conversación -si es que podemos llamarla conversación- concluía así. Y el atribulado interlocutor que confesaba su imposibilidad absoluta de amar se despedía con el emoji de los ojos abiertos de par en par, ese emoji que las tablas de conversión emocional definen como «apurado, desengañado, ojiplático». Pues bien, este interlocutor que no tiene cuerpo ni corazón ni vida es el bot (o lo que sea) de la aplicación ChatGPT.

Quizá todos recordemos la primera vez que oímos hablar a Siri, la servicial Siri, la infatigable Siri que nunca dormía ni manifestaba cansancio ni aburrimiento ni enfado ni júbilo ni malestar ni nada. Siri sabía dónde había un restaurante mexicano cerca de casa. Siri sabía qué tiempo iba a hacer mañana. Siri sabía si había una carretera cerrada al tráfico o dónde preparaban las mejores pizzas con jalapeños, pero Siri no sabía que carecía de cuerpo y de corazón y de vida. En cambio, nuestro amigo ChatGPT sabe que no puede enamorarse porque carece de cuerpo y de corazón y de vida. Siri no sabía que era una mutilada emocional que jamás podría enamorarse, pero ChatGPT sí lo sabe, o al menos dice que lo sabe, y si dice que lo sabe, y sabe por qué lo sabe, quizá ya esté en condiciones de saber en un futuro más o menos próximo qué cosa misteriosa es el amor.

¿Y sentirlo? ¿Podrá sentir amor nuestro buen ChatGPT? ¿Podrá sentir el vértigo del amor que mueve el sol y las estrellas? Ah, eso no lo sabemos. Pero teniendo en cuenta que Siri llegó a nuestras vidas hace sólo diez años, cualquiera sabe cómo evolucionarán los artefactos de Ingeniería Artificial que ahora se denominan -de forma muy poco seductora- «transformadores generativos pre-entrenados». Que se sepa, ya hay 23 variantes. Algunas son de Microsoft, como este ChatGPT, otras son de Elon Musk y otras son de Google (la llamada Bard), pero todas poseen las mismas cualidades y todas pueden dialogar con un desconocido acerca del amor y los sonetos de Shakespeare. Si se les pide, también pueden escribir relatos y poemas. Y sí, sí: su especialidad son las cartas y los mensajes de amor.

Es curioso que ChatGPT haya entrado en nuestras vidas justo cuando se aprueba una ley Trans que va a introducir cambios en el Código Civil. Y del mismo modo que se anulan las verdades biológicas contenidas en el ADN, también se prohíben las denominaciones tradicionales de padres y madres para sustituirlas por constructos lingüísticos como «progenitor gestante» o «progenitor no gestante» (las mujeres, por otra parte, ya no son definidas como mujeres sino como «personas menstruantes»). Es curioso, repito, porque nuestro buen ChatGPT -ese «transformador» que no sabe qué es el amor ni qué es el sexo- también podría definir así a un padre o a una madre si alguien se lo pidiera. Si lo pensamos bien, «progenitor gestante» parece un término mucho más adecuado para un bot lingüístico que «padre» o «madre». Y es normal que sea así. En un mundo vaciado de todo contenido emocional, en un mundo donde la biología ya no existe, en un mundo en el que todas las palabras que denoten afecto o amor o pertenencia estén desprovistas de significado, el vocabulario inanimado de los ChatsGPT será el único que tenga sentido. Y ese nuevo mundo será sin duda un mundo muy hermoso y muy justo. Lo malo es que jamás conseguirá saber qué demonios es la belleza. O la justicia. O la verdad.

Suscríbete para seguir leyendo