Poesía y verdad

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Cuando la lengua, cualquier lengua, no se vive con naturalidad sino como arma de combate político, en lugar de disfrutarla y disfrutar la vida con ella, acaba surgiendo un efecto Torre de Babel: nadie se entiende y todo deriva en confusión. Pienso en las primeras escenas de La Cartuja de Parma, donde Fabrizio del Dongo, su protagonista, deambula perdido entre la niebla, el galope en sordina de unos caballos y algún cañonazo lejano: no sabe dónde está, encontrándose, sin ser consciente de ello, en plena batalla de Waterloo. Cuando las cosas de la lengua se circunscriben al combate, pasa como con el personaje de Stendhal: uno está en plena batalla de Waterloo –aunque sea en las afueras de esa batalla–, no se entera de nada y poco le falta para perder la noción de sí mismo.

Algo así ha ocurrido con el reciente Premi Ciutat de Palma de Poesia. Si los árboles no nos dejan ver el bosque, intentémoslo al revés: veamos los árboles y contemplemos el bosque. Si hablamos de poesía, ¿hablamos de poesía o lo hacemos de tonterías, por coyunturales que sean esas tonterías? Si hablamos de poesía y política, ¿nos ponemos en el lugar de Propercio, o en el de Pemán, aunque sea un Pemán con barretina y enemigo del castellano? Si hablamos de poesía, ¿nos enfrentamos a un misterio, o nos marcamos unas risitas que favorezcan el aumento de followers, pero en absoluto el conocimiento de la poesía? Lo pensé ante las reacciones –las que pude leer o saber porque me las contaron (no dispongo de redes sociales)– que hubo a los dos días de celebrarse el premio.

Que este año recayó, según mis fuentes, en el mejor de los libros presentados, lo que ya es mucho y no siempre ocurre en los premios. Pero al descubrirse que era un libro traducido del castellano al catalán y que su autor tenía tanta relación con esta lengua como cualquiera de nosotros con el urdu –ya sé que exagero–, deduje que el libro premiado no era un libro de poesía catalana. No digo de poesía en catalán; digo de poesía catalana y es evidente que no, aunque sospecho que el mismo caso ya ocurrió hace muchos años y no pasó nada: apenas se enteró nadie. Ahora la colmena anda más agitada, aunque sólo sea por costumbre o afición, que hay mucha.

La poesía no sólo es lo que canta sino cómo lo canta. Y en ese cómo está la música de una lengua y su espíritu. De una lengua original, no de una lengua traducida, que siempre pierde. Y está también –aunque sea para dinamitarla desde su conocimiento– una tradición poética, una tradición literaria, una conversación con los antepasados y sus logros. Porque uno de los rasgos de la poesía es que ella es la que sostiene y enriquece el lenguaje de la tribu –el término es de Mallarmé, no de un discípulo de Astérix–. La poesía es su columna vertebral y lo es en su lengua original. Se supone, por tanto, que la lengua original de un premio de poesía catalana debería ser el catalán. Original, no traducido. Lo demás son aproximaciones y merodeos alrededor de una lengua, poco más. Sin olvidar a Goethe: poesía y verdad y aquí habrá poesía, pero verdad –respecto a la lengua y sus formas– no parece que la hubiera. Repito: no parece.

Estas aproximaciones y merodeos quizá sean muy lícitos cuando uno sale a cazar bisontes. Antes de ser reconocido como escritor y convertirse en uno de los más influyentes de su generación, Roberto Bolaño vivía de presentarse a premios literarios de tercera regional. Solían ser premios de relatos y él llamaba a esa costumbre salir a cazar bisontes. Ganó bastantes pieles de bisonte, aunque ninguno de esos premios figure en las solapas de sus libros: eran pura manutención y sus relatos, muy superiores a la categoría del premio o la institución –bastante modestas la mayoría– que los concedía. Quizá el motivo de este Ciutat de Palma –muy superior a aquellos premios del primer Bolaño– esté en la caza de bisontes. Hoy día son muchos los poetas y escritores que consideran que tienen derecho a vivir de su escritura y aunque puedan tener razón, da la impresión de que desconocen el país donde han nacido. Este es un fenómeno que ha arraigado con fuerza y que en mi generación y anteriores no existía y sabíamos que la sopa caliente y el techo debíamos buscarlo traduciendo, ejerciendo el periodismo, dando clases, o haciendo oposiciones funcionariales. No nos lo iban a conceder por ser –o querer ser– escritores y menos aún, poetas; y si lo hubiéramos reclamado, menudas risas su eco. Quizá mi generación y las anteriores pensábamos así porque nunca estuvimos sobreprotegidos en casa, vaya usted a saber.

¿Debemos considerar el Premi de Poesía Ciutat de Palma de este año como un ejemplo más de lo que Bolaño llamaba salir a cazar bisontes? Yo creo que sí, modalidad salto de lengua, que si se pone de moda va a ser un lío peor que Babel. Pero esto no significa que su autor sea un indio sioux, sino un trampero que se ha pasado a la caza mayor con armas que no son las suyas. Y lo que recibe ahora es una lluvia de flechas por meterse en un territorio que tampoco era el suyo, por buen cazador que sea. A los demás nos queda seguir representando nuestro papel de Fabrizio del Dongo en la batalla: ni partidarios de Napoleón, ni del duque de Wellington, sino sólo de la Sanseverina y con dos lenguas. En La Cartuja de Parma, el francés y el italiano; aquí, el catalán y el castellano. Riqueza se le llama a eso. O bilingüismo, que no significa traducirse sino vivir en dos lenguas desde la cuna: una gran suerte.

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