A Miquel Morell, escultor (II)

Àlex Volney

Àlex Volney

Quizás uno de los últimos artistas independientes que tuvo la isla. De joven en París, delante de la fachada del Palais du Chaillot le marcó este escrito anónimo: «Todo hombre crea sin saberlo igual que respira, más el artista se siente creador, el acto envuelve todo su ser y su pena bien apreciada lo refuerza». Tago, su grupo en Palma, no influenció, según él, a los jóvenes en cuanto a técnica, pero sí en los resultados de romper con el pasado. Rompieron pero sin partir de cero. Tras ellos Mallorca había quedado más abierta al mundo e ir a París ya no suponía justificar ante el cónsul que eras una persona «honorable». Tago y sus componentes trazaron un camino. Ese heterogéneo grupo destacó en diversas disciplinas. Miquel Morell marcaba una gran diferencia. Lo respetaba, pero no era creyente de ese arte que perdía el aliento del artista. Algo que sale del artista y se proyecta debe tener el alma de aquel que lo crea, decía. Cuando lo pasas a otro «deixa de tenir la calentor del cor de qui ho ha creat. Per molt de progrés, la calor humana no té reemplaç, el món s’està deshumanitzant». Miquel, en las navidades de 1996, se refería a esa tendencia de pasar un dibujito, un esbozo, al herrero para que luego te entregue hecha la obra. Reflexiones entrando en el último lustro del S.XX. Punto de inflexión que quizás hoy provoque carcajadas. Muestra de la mucha razón que tenía es el caballito de la rotonda de Alcúdia ese histórico fiasco y durísima traición al gran Aligi Sassu.

Morell prefería la piedra, el hierro, el alambre, el barro…pero aseguraba que la madera le había dado mucho. Naranjo, limonero, nogal…Esas navidades de 1996 en el recibidor de su casa todavía presidía una giacomettiana madre llevando a su hija, cara triste, de la mano. Era la obra «Primer día d’escola» y la flor de esa escultura, antes de ser fruto había sido tronco. Cuando echaron abajo el Lírico, Miquel Morell pidió uno de esos troncos de los plátanos caídos y lo subió con una cuerda arrastrando desde el Borne hasta el Camp Redó. De esa ruina vegetal hizo un conocido y fenomenal monumento a la maternidad que hoy tras su autoexilio sigue en paradero desconocido. «El vaig dur fins a ca nostra». Le costaba mucho deshacerse de sus obras. «Vosaltres, els escriptors, vos quedau l’original i veneu les còpies». Aseguraba que le hubiese gustado mantener unificada su obra y no perderla de vista, pero «hi ha el perill, si no acceptes subvencions, d’automarginar-te, com és el meu cas». Mantenía la teoría que muchos artistas siempre dan vueltas a lo mismo por el miedo a perder la comodidad. «Viuen sense llibertat». Miquel pagaría un alto precio por su independencia. No veía el futuro del arte muy claro ni que fuese a salir algo que rompiese el decorado como hizo el impresionismo o el Dadá. No veía el camino que nos trajese la «bomba» que hiciese estallar algo nuevo. Se quejaba de que se seguía dando vueltas a lo mismo como en el panorama musical o, volviendo al arte, como en la pintura americana que «la presenten com a nova i és de fa setanta anys» (1996).

En enero de 1997 trabajaba en una colección de cerámicas hechas en Albacete donde al final se quedaría. Cuando paraba en Mallorca se quejaba de demasiadas distracciones y anunciaba su autoexilio ante tanta destrucción. Distracción y destrucción para un hombre que como artista trabajaba con música o en silencio. «No som massa complicat. L’ escultor, això sí, necessita unes eines més concretes quan es desplaça, el pintor ho té un poc més fàcil». En Albacete encontró la calma para seguir trabajando. Repetía que toda su vida fue coherente con sus ideas y que su lengua era la catalana aunque se sentía universal. Sus padres, buena gente, no habían querido que fuese artista. «No ens vàrem entendre». «He guanyat pocs doblers, ni per a una bicicleta. He lluitat per tenir un duro, però també he passejat molt per Europa». Vivió el arte con los pies en tierra, se garantizó una pensioncita de obrero como él decía. Cobró lo mínimo a cambio de su libertad e independencia. Luego el final de la vida lo llevó al último derrotero, para algunos difícil de comprender.

En Bunyola lo recuerdan con el poeta amigo suyo, Rafel Jaume, inseparables. Uno versificando en los caminos, por donde deambulaban horas y horas. Miquel solía quemar una «caramutxa d’albó» por la punta, (no llevaba más que alguna hoja de calendario para reciclar en el reverso) y trazaba sus dibujos al más natural de los carboncillos. Sintetizando un paisaje o la belleza en una mujer. Volcaba su alma de artista a través de lo más orgánico entre lo material, en pocos trazos, con seguridad, sin titubeos, pero con horas de pasos dados en profunda y larga reflexión.

«No he cregut mai en un déu com els que propugnen les religions, però crec que hi pot haver algú. La percepció estructural quan trobam aqueixes minúscules floreters si les observam d’aprop, em fan pensar…»

Miquel Morell, escultor y dibuixant. Grup Tago. Cent anys del seu naixement.

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