«Le Fumoir»

El Fumoir es un bar de París que da título a esta columna, que hoy inauguro con la ilusión del neófito

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

Está situado frente al brazo del Louvre más alejado del jardín de las Tullerías, en un ángulo rotundo de la plaza del Almirante de Coligny, caudillo calvinista asesinado la noche de San Bartolomé. Tras su estatua se erige una inmensa iglesia católica, St-Germain-l’Auxerrois, un conjunto que describe el ecumenismo aplastante del vencedor, un vestigio de guerra en una ciudad que no ha dejado nunca de escribir la Historia, y cuya historia se escribe en los cafés. No sería exagerado decir que el apabullante museo es un anexo del Fumoir, como cuando el Reino de las Dos Sicilias se decía «annesso all’ Italia» al momento del Risorgimento. El Fumoir es testigo mudo del trasiego de la gente que circula por el centro de esta villa en caracol, que sale de la boca del metro y dibuja sombras errantes bajo sus amplios toldos color albero, a menudo aleteados por los vientos que trae el río, que fluye en majestad a tiro de piedra. En su transitar, a veces frenan en seco, presos de la duda o de unos inaudibles cantos de sirena que les llevan a sentarse de pronto en su terraza en L, creyendo que tienen libre albedrío. Esa terraza es el centro de todas mis cosas, que son todas las cosas, y ahí despacho día sí, día también, los asuntos de la vida que, aquí, con periodicidad quincenal, quisiera compartir con ustedes. Es ahí donde ventilo mis dudas, mis tristezas, mis alegrías, donde celebro con un espresso martini que este periódico haya querido de mí. Es aquí donde me suelen dejar, donde beso por primera vez -todas son la primera-, aquí donde me arrastraron el destino y mi trabajo hace ya diez años. En el Fumoir puede uno sentarse a tomar su cóctel junto a una conocida actriz porno, o junto a un Ministro y su amante, un filósofo rockstar con jersey de cuello vuelto y melena cana, indomable y obligatoria, o algún escritor maldito, apologeta del desaseo y el suicidio y eterno aspirante al premio Goncourt. Es aquí donde un día creí ser víctima de un «honeytrap», aquí donde un aficionado a la fotografía callejera puede colmar sus ansias por obtener una peculiar instantánea gracias a la galería de personajes que lo frecuentan, imitando a Leiter o Cartier-Bresson, según venga el día en color o en blanco y negro. Es un caleidoscopio, un aleph, un abrevadero para las almas angustiadas que habitan Lutecia en medio de su rutina de hostilidad y politesse, un templo donde uno se acoge a sagrado ante ese sacerdote que es el barman, alquimista de indulgencias plenarias. Es sentado ante sus exiguas mesas redondas donde uno cae en la cuenta de que la vida es mucho más sencilla y circular de lo que la existencia nos pretende hacer creer, donde dos malos hábitos, como son el beber y el fumar, devienen de pronto edificantes, por gracia de la compañía de un buen amigo, de un proyecto de amor, o de un paréntesis en nuestra tribulación. Es aquí donde una mirada distraída puede hacer que uno despierte en alcobas que no son la suya, o donde un desconocido le hace depositario de su testamento vital.

Y junto a ese río que fluye, transcurre la vida con él, y, con la edad con que esta nos carga, resulta importante escoger qué tipo de dispersión quiere uno, qué bar, qué cóctel y qué amigos se anhelan en ese trance vital, y por supuesto con qué periódico acompañar el café. Yo lo tengo cada vez más claro, señal de que me estoy haciendo viejo, de que sigo vivo y de que fluye el Sena frente a la orilla del Fumoir.

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