Si buscáis los mayores elogios, moríos

Una cosa es que unos niños quieran ver su funeral y otra muy distinta hacerlo para vender libros o discos

Enrique Jardiel Poncela.

Enrique Jardiel Poncela.

Miqui Otero

Miqui Otero

Aún se puede leer en la lápida del escritor Enrique Jardiel Poncela: «Si buscáis los máximos elogios, moríos».

El epitafio del escritor español más divertido del siglo XX se ha convertido, en el siglo XXI, en una estrategia de márketing para autores no tan talentosos. El diario británico The Guardian publicaba hace unos días una noticia con el siguiente subtítulo: «Dos años después de su aparente suicidio, la novelista ha anunciado que está muy pero que muy viva. ¿Es esto lo que se necesita para vender libros a día de hoy?».

Desde luego, vivir de los libros es más difícil en 2023 que vivir del cuento. Pero la operación, al margen de poco ética, parece algo más que desesperada. La escritora en cuestión es Susan Meachen, que pensó que la jugada iría bien para prestigiar (y vender) sus novelas románticas. En septiembre de 2020, posteó en Facebook un mensaje haciéndose pasar por su hija para anunciar su suicidio. La falsa hija continuó escribiendo otros mensajes donde afirmaba que el mundo editorial la había humillado y maltratado hasta el punto de buscar esa salida. El caso es que consiguió tener más lectores. Los mismos que ahora, tras conocer una resurrección anunciada con un insensato: «¡Que la diversión empiece!», se han enfadado.

Meachen no es la única. A principios de enero se conocía la historia del cantautor mallorquín Miquel Roldán. El 24 de diciembre había publicado el videoclip de la canción Todavía me acuerdo de ti, en la que deslizaba su hipotético tormento, y había enviado una carta también alarmante a la familia. En cuanto subió el clip, apagó el móvil y se aisló en una casa de Manacor. Su familia, claro, pensó que se quería suicidar, llamó tanto a la policía como a la gente en redes para intentar encontrarlo antes de que hiciera una locura. Roldán dijo después que había querido jugar como en un escape room y que quería «visibilizar el suicidio y generar debate» (algo así como esos hoteles que no regalan cacahuetes o botellitas de agua con la excusa de las medidas covid). Obviamente, nadie lo recibió con los brazos abiertos. «La he cagado», acabó admitiendo.

Mucha gente firmaría poder ver qué dicen de él en su funeral, siempre con la condición de poder volver. Eso sucede en ese capítulo de Tom Sawyer en el que él y sus amigos (desaparecidos durante días y dados ya por muertos) se esconden en la galería de la iglesia para escuchar su panegírico fúnebre. Cuando los forajidos se dejan ver los reciben con aplausos y sopapos, y Tom siente que ese es «el momento de mayor orgullo de su vida». Su tía Polly, sin embargo, está enfadada, y él le explica un sueño precioso en el que iba a su cama, donde dejaba un mensaje escrito en una corteza: «No estamos muertos, no estamos más que haciendo de piratas».

Una cosa es que unos niños quieran ver su funeral y otra muy distinta hacerlo para vender libros o discos. Vender tu vida en redes para tener visibilidad hasta el punto de vender incluso tu falsa muerte. Son solo algunos ejemplos, pero sintetizan a través de la hipérbole el enorme ruido, la necesidad de exposición, la explotación de eso que algunos llaman marca personal.

Aun así, no estamos tan mal: lo sano es que, a diferencia de lo que le sucede a Tom, en todos los casos las resurrecciones se reciben con cabreo y abucheos por parte de los fans y los familiares. Ya lo prefiguró Peret en su rumba, cuando el muerto vivo, que no estaba muerto sino tomando cañas, reaparece y su esposa no está por la labor: «Su mujer ya no lo quiere, no, no quiere vivir con muertos».

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