Con el poder no se juega (a ritmo de samba)

La debilidad de Lula es tan peligrosa para su país como la malevolencia de Bolsonaro, la disciplina institucional no es compatible con un okupa con los pies sobre la mesa presidencial

Matías Vallés

Matías Vallés

Napoleón contempla en 1792 el asalto de las turbas al palacio de Luis XVI y María Antonieta. Aquel militar notablemente vago escribe que «es difícil prever qué le ocurrirá al imperio en estas circunstancias azarosas». El corso afrancesado no despreciaba a la masa desatada, sino que se escandalizaba por la débil oposición de las fuerzas palaciegas, que se negaban a cargar contra los sublevados. Napoleón dejó de ser monárquico en aquel preciso instante, con resultados de sobra conocidos a traducir por un golpe incruento.

Con el poder no se juega, un estribillo que este enero debe interpretarse a ritmo de samba, después de los precedentes de Washington y Berlín, materializado y abortado respectivamente. Los profanadores de los templos democráticos han culminado el sueño de las masas, acceder al despacho presidencial y colocar las piernas sobre la mesa o altar. Una vez limpiados los orines y excrementos de la sala de prensa del Congreso en Brasilia, la debilidad de Lula es tan peligrosa para su país como la malevolencia de Bolsonaro. La imagen de la izquierda brasileña se ha erosionado tras el anárquico golpe de Estado.

El poder nunca es democrático, aunque se haya conquistado democráticamente, de ahí los checks and balances articulados para frenar su tendencia al exceso. La naturaleza explosiva del arte de mandar se transparenta al comprobar que hasta el payaso Zelenski se ha tomado el poder muy en serio. Lo ejerce a vida o muerte, con el pretexto válido en su caso de la amenaza exterior. El fracaso de Putin se debe a que no pensaba encontrar a un jefe de Estado que le igualara en la aplicación radical de su mandato.

No hace falta viajar tan lejos. Los jueces españoles amotinados con pistogas no desprecian tanto al diabólico Sánchez, pues en el fondo le temen, como al timorato Feijóo. Han llevado a cabo una estimación de la incapacidad artillera del candidato del PP para domar al poder, lo consideran inepto por blando para ganar unas elecciones. El presidente gallego proponía por inercia la solución más indolora ante cualquier amenaza, para pasmo de su audiencia vigilante que le exige un temple bravío. Lo cual obliga a recordar que tomarse el poder en serio no implica un elogio de la fuerza. Ante otro golpe ejecutado con la torpeza característica de sus conjurados, Felipe González canceló las secuelas del 23F comprando a los generales levantiscos, igual que Juan March les pagaba con dinero de Churchill para mantener la neutralidad de la dictadura española durante la Segunda Guerra Mundial. En cambio, el felipismo fracasa con la parodia sangrienta de los Gal.

La «erosión» detectada incluso por el mensaje navideño de Felipe VI dificultará la restauración de la disciplina institucional. Cuando el felizmente destituido presidente del Tribunal Constitucional se despide perorando que ninguna institución goza de «intangibilidad», aunque se batió con denuedo para lograr la perennidad de su propio cargo, la réplica inmediata apunta a que por ese motivo las limitaciones no deben aplicarse con la frivolidad de la censura previa de los debates parlamentarios. Aparte de que González-Trevijano peca cuando menos de desmemoria, porque los desmanes muy tangibles del penúltimo Jefe de Estado gozaron de una «intangibilidad» a prueba de bombas.

En el cincuenta aniversario que se cumplirá el 11S de la caída mortal de Salvador Allende, el presidente chileno pronunció una frase útil para su compañero Lula, «tenemos el Gobierno pero no tenemos el poder». Al margen de la sabiduría implícita en el enunciado, establece una jerarquía donde el ejecutivo ocupa una posición subordinada frente a los auténticos propietarios entre bastidores. La conquista no debe detenerse en el acceso a la presidencia, a riesgo de padecer el síndrome descrito por el historiador Gabriel Jackson. «La izquierda siempre es presentada como una usurpadora del poder, la derecha como su propietaria natural».

Pensadores optimistas como Steven Pinker se muestran encantados de comentar las décadas transcurridas sin un conflicto abierto entre las grandes potencias. Desde este apego contable, también habrá que explicar las reiteradas invasiones de las más sagradas instituciones como un síntoma de la degradación del poder. El demudado Lula es la prueba, solo a autócratas como Erdogan se les rinde el honor de proclamar que la única posibilidad de un golpe contra su persona consiste en que lo hubiera organizado el propio presidente turco. Los seres humanos desean ser amados por naturaleza, pero ya Maquiavelo estableció que el príncipe ha de ser temido antes que nada. O si no.

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