El entretiempo

‘En el entretiempo’, 1998, imagen producida para bancos de imágenes.

‘En el entretiempo’, 1998, imagen producida para bancos de imágenes. / ©PedroColl

Pedro Coll

Pedro Coll

¿Podemos dar por supuesto que, en los meses de agosto, de manera esporádica nuestro nivel de papanatismo aumenta? Me lo vengo preguntando cada año a mitad del verano y me viene ahora a la mente, entrando ya en otras fechas señaladas, las navideñas, en las que parece que nos vemos impulsados a ponernos en modo feliz. Dos acontecimientos distantes en el tiempo, pero con efectos directos en nuestro comportamiento cotidiano.

Al llegar el mes de agosto, el mes en que el país se para, a los medios de comunicación les da por bajar el listón y ponerse light, o sea, simples. Y lo hacen al unísono, sin excepción, desde El País a La Razón, por poner un ejemplo gráfico y fácil de entender. Obedeciendo a una lógica empresarial, se dedican a reflotar temas que, con ligeros retoques, son los mismos cada año. A la vez, todos ellos, levantan el pie del acelerador en asuntos de calado. Es cuando aparecen los becarios que, sin poder disimularlo, intentan aprovechar la oportunidad. Y una parte del mundo de lo interesante, de lo intenso, de lo real, entra en una cierta hibernación durante estos treinta días calurosos de vacación absoluta. Entonces, ese morbo cotidiano que nos lleva de la sorpresa a la preocupación, de la indignación al gozo, es decir, la información fresca que uno necesita enchufarse cada mañana, se adelgaza y banaliza de manera sensible. Se siente uno como huérfano de algo en esos extraños meses caniculares, al tiempo que desciende ese nivel de adrenalina que nos permite vivir la vida con chispa.

Y así como en fechas navideñas -ahí estamos- todos debemos convertirnos en personajes bonachones, amándonos mucho, comprando regalos, asistiendo a multitudinarias cenas y comidas de empresa, de antiguos alumnos, de familia… en el mes de agosto, estos medios de comunicación tan necesarios nos tratan como a tipos de mente plana, centrando su especial intención en bronceadores, en remedios especiales para picaduras de mosquitos tigre, en los golpes de calor, en las recetas de energizantes ensaladas e infinidad de variantes del gin-tonic. Nos meten hasta en la ensaladilla rusa a las wags, esas clónicas novias de futbolistas famosos, todas ellas modelos e influyentes influencers, retozando impúdicamente en yates estratosféricos fondeados ante las playas de Ibiza y Formentera. Nos proponen, o nos narran, viajes a lugares exóticos, cuando todos sabemos que lo exótico ya no existe. Nos hablan de eventos sociales, fiestas locas, aconteceres excitantes que van protagonizando el mundo de la gente guapa y famosa, la bautizada como jet-set a mediados del siglo pasado, esa gente de plástico, lejana, irreal, supongo que una evolución contemporánea de los viejos cuentos de hadas, de princesas y príncipes, pócimas de riesgo y dragones voladores.

Confieso que sufro lo mío en estos paréntesis de temporal felicidad obligada que vivimos dos veces al año, año tras año y tengo la sensación de que no soy el único que lo sufre. Aunque reconozco que últimamente, con el grano en el culo en que se ha convertido Putin, la desestabilizadora amenaza del inestable Trump, las idas y venidas del PP para acabar siempre en el NO, el inmarcesible y momificado CGPJ, estas nuevas leyes progres que amenazan con amenazar la amenazada unidad nacional, la victoria en urnas de la fascista Meloni, ejemplo ‘al pelo’ para la aspirante Ayuso y su plan nada sibilino de ‘arrejuntar’ a Feijoo y a Abascal en un pack y fagocitarse a ambos-dos de un único bocado, ese escándalo reciente del Qatargate, que a ver en qué va a acabar y de qué modo nos salpicará… con todo este cóctel variopinto y explosivo en alza, en el pasado verano, en el reciente otoño y más aún en este comienzo de invierno, se ha estado desarrollando una creciente y furibunda presión por parte de los medios super-conservadores capitalinos, buscando la sensación de que estamos llegando al fin del mundo. Ya sabéis, cuanto peor, mejor, para algunos. Lo cierto es que ni agosto ni Navidad se están ahora mostrando tan diferentes al resto del tiempo, al entretiempo como me gusta llamarlo, casi lo están superando. Y, a pesar de los sensibles e incalculables daños colaterales de tanta movida, para muchos de nosotros, adictos a la nicotina de la información, la cosa parece mejorar.

De todos modos, ocurra lo que ocurra, seguiré prefiriendo vivir mi día a día en mi entretiempo, el que transcurre entre estos dos acontecimientos anuales. Seguiré evitando sentirme obligado, de repente, a ser bueno y amar a todo dios, o a convertirme, también de golpe, en bobo de babero, deambulando por playas y terrazas, con las náuticas y el ‘lacost’ tono pastel, de acuerdo al más cool estilo neoliberal vigente.

Es sólo mi opinión, como modesto observador de lo cotidiano.

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