Tregua de Navidad

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Robert Graves escribió en Deià, a comienzos de los 60, un relato sobre la tregua de Navidad de la Gran Guerra en las heladas trincheras del norte de Francia. Cuando lo escribió, la historia de aquella tregua no se conocía demasiado bien, o no se había querido conocer bien. La historia de la confraternización en tierra de nadie de las tropas enemigas -ingleses y alemanes-, que cantaron villancicos y se intercambiaron regalos (cigarrillos, coñac, hebillas de cinturón, pequeños objetos tallados en madera) no encajaba en los esquemas patrióticos que exaltaban el belicismo por encima de todo. Pero aquella tregua fue real; mejor dicho, aquellas dos treguas, porque hubo dos. La primera, la del primer año de la guerra -la del año 14- fue relativamente conocida: hubo fotos de los soldados entremezclados en actitud amistosa e incluso se publicaron reportajes en la prensa. Pero la segunda, la tregua de Navidad del año 1915, fue la que casi nadie se atrevió a recordar. El alto mando británico había dado órdenes severas de fusilar a todos los soldados que participaran en la tregua, así que los oficiales se encargaron de prohibir todos los intentos de confraternizar con el enemigo. Pero aun así, hubo una segunda tregua de Navidad en 1915. Graves la relató en Tregua de Navidad, que se publicó en 1962 y luego pasó a formar parte del libro de relatos El grito. «Aquellas navidades no vinieron los gorriones a comerse las migas de galleta -decía el relato-. Todos los pájaros habían desaparecido meses antes».

Cuando se publicó el relato de Graves, mucha gente lo acusó de haberse inventado aquella tregua. De hecho, Graves no estaba en el frente en la Navidad de 1915, sino descansando con su unidad en la retaguardia. Además, las cosas que contaba Graves -tres combates de boxeo entre las alambradas, un soldado enemigo que hablaba un perfecto inglés porque había nacido en Inglaterra- parecían tan inverosímiles que se atribuyeron a su fértil fantasía. Pero luego resultó que muchas cosas que contaba Graves habían ocurrido. Varios investigadores estudiaron los diarios de guerra escritos en aquella parte del frente, entrevistaron a supervivientes -uno llegó a vivir 106 años y murió en 2001- y reconstruyeron los hechos. La conclusión fue que el relato de Robert Graves se basaba en un hecho indiscutiblemente real.

El día de Navidad de 1915, en el frente de Laventie, hubo una tregua en la que participó un batallón del regimiento de Graves (los Royal Welch Fusiliers). Los alemanes con los que pactaron la tregua -fue breve, no llegó a una mañana entera- pertenecían a un regimiento de reservistas bávaros. La mayoría eran padres de familia católicos que no se habían presentado voluntarios, sino que habían sido reclutados a la fuerza y tenían poquísimas ganas de combatir. La tregua empezó con el ritual bien conocido de enterrar a los muertos y recoger a los heridos que habían quedado atrapados en las alambradas. Luego hubo unos tímidos encuentros en tierra de nadie. Los ingleses cantaron «Casey Jones». Los alemanes regalaron cerveza, salchichas y cascos puntiagudos (que ya eran reclamados como souvenir). Los ingleses regalaron carne en lata y galletas. Aunque Graves escribió que no se podía jugar al fútbol, y que por eso hubo que improvisar combates de boxeo, el soldado raso que llegó a vivir 106 años reveló que sí se jugó un partido a pesar de que el terreno era casi impracticable por los cráteres de las bombas. Uno de los alemanes que salieron de las trincheras y se reunieron con los ingleses había nacido en Northampton y deseaba volver a Inglaterra, o sea que técnicamente era inglés. Ese era el soldado inglés que luchaba con los alemanes al que se había referido Graves en su cuento. ¿Qué hacía ese tipo nacido en Northampton luchando en un batallón de reservistas bávaros durante la Primera Guerra Mundial? Un tema para una novela de Sebald.

Por los testimonios que nos han llegado -los diarios de guerra, sobre todo-, se sabe que todos los soldados que participaron en la tregua -desobedeciendo órdenes y exponiéndose a ser fusilados- confiaban en que la guerra iba a durar muy poco tiempo y que pronto volverían a casa. Estaban muy equivocados: la guerra iba a durar dos años y medio más. Y probablemente, muy pocos de aquellos soldados volvieron vivos a casa. O si volvieron, llegaron destruidos física y moralmente: mutilados, desquiciados, enloquecidos, sin brazos, sin piernas, con medio cuerpo quemado o sin ojos ni cara. Me he acordado hoy de aquellos soldados de las trincheras del norte de Francia, ahora que el ambiente político que se vive entre nosotros está alcanzando unos niveles tóxicos parecidos a los de la guerra de trincheras. Solo que ahora no habrá tregua de Navidad entre los dos bandos ni una pausa para enterrar a los muertos. Y por muchas esperanzas que tengamos en que se arreglen las cosas, las hostilidades van a seguir y seguir durante mucho tiempo. Feliz Navidad.

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