EN AQUEL TIEMPO

La paciencia de Dios

Norberto Alcover

Norberto Alcover

A finales de los noventa, pisaba por vez primera Tierra Santa. Durante años había dado largas a invitaciones de todo tipo por la sencilla razón de que me apetecía desembarcar en esos lugares con un grupo mínimo de personas y sin un plan demasiado cerrado. Al fin, me uní al proyecto de unos pocos amigos para recorrer esa misteriosa tierra durante diez días en una pequeña furgoneta con chófer israelí y cicerone palestino. Todo parecía marchar con relativa serenidad y enorme admiración, hasta que una mañana decidimos acercarnos hasta Belén.

Allí, entre mesitas de abalorios, gritos hirsutos de vendedores y un calor insoportable, me quedé absolutamente quieto, vencido por la convicción de que estaba en el mismo lugar en que Jesús de Nazaret había visto la luz de un mundo en el que acabaría asesinado y solamente más tarde resurrecto. Me invadía la convicción dominante de que allí encontraba yo mis raíces creyentes, si bien todo comenzara en Nazaret, cuando tuvo lugar, en el cuerpo de aquella casi adolescente mujer, María, desposada con José, la encarnación de Dios. Pero era allí, donde estaba yo mismo quieto y parado, donde naciera ese niño que determinaría casi por entera la historia humana. Los amigos me gritaban que siguiera, pero yo permanecí impávido unos minutos más. Allí, percibí que mi entera vida experimentaba un cambio radical, y que nada sería igual en adelante. Y vaya que sí, todo cambió porque me impuse aproximarme a los demás con la misma sencillez y deferencia que Dios había manifestado en su aparición mundana. Para nada se trató de un acto de fe cerebral, antes bien de una especie de relámpago que me recorrió por entero y que me obligó a reconocer de verdad lo sucedido tantos años atrás. Hasta hoy. Tantos años de sorprendente constatación de la paciencia de Dios, manifestada en la permanente presencia del Niño.

Cada año, cuando se acerca Navidad, me sumerjo en esa misma experiencia, esté donde esté, que me permite gozar con los que gozan, reír con los que ríen y, por supuesto, contemplar a toda mujer embarazada con un respeto infinito. Para nada maldigo las luminarias, los papás noeles, las risas enlatadas, porque atravieso estas fiestas con idéntica sensación vivida hace años en el Belén real, quieto y parado en la calle bajo el sol imposible. Y, claro está, me pregunto por un montón de cosas precisamente ahora, puestos los pies en tierra mallorquina, donde hace todavía más años, decidí marchar tras la estela de aquel niño, mi hombre para la eternidad. Unas preguntas que, sin poder evitarlo, me inquietan porque es imposible encontrarles respuestas conclusivas. Salvo saltando sobre los datos empíricos y dejando penetrar en ellos esos misterios que llamamos «cristianismo». Aunque no esté de moda. Aunque algunos prefieran dedicarse estos días a la negación práctica de aquel niño. Cada uno verá cómo organiza su vida. Cada uno. Pero la paciencia de Dios todo lo inunda, nada desaparece.

Lo primero que no dejo de preguntarme es por qué razón pasan los años y nuestra Iglesia Católica tiene tantísima dificultad para situarse en el barro de la humanidad, eso que Francisco llama «oler a oveja». Pero todavía más cuando se esparce un rumor que no es de ángeles antes bien delirante que pregona volver a costumbres ancianas para evitar, dicen, el contagio mundano. En estas fechas, siempre recuerdo las palabras de Jesucristo, quien afirmaba que sus seguidores debían «estar en el mundo pero sin ser del mundo», entendiendo por mundo esa entrega en ocasiones violenta a la injusticia, a la brutalidad, a la inconsciencia ética, que vendemos abruptamente como libertad. Los seguidores de aquel recién nacido, su Iglesia, tienen que estar manchándose de todo esto precisamente para incorporar a tanto destrozo nada menos que la práctica rotunda de la justicia, de la esperanza y, sobre todo hoy día, de una conciencia ética responsable desde el Evangelio. Trabajar desde el adentro eclesial y no desde un afuera permanentemente crítico, porque ya es hora de no ocultar nuestras inconsecuencias personales bajo el manto de las inconsecuencias eclesiales. Esta mentira en que tantas veces estamos sumergidos para evitar examinar nuestra conciencia. Pero la paciencia de Dios es inagotable.

Además, me pregunto y cada vez con mayor intensidad, por qué oscura razón hemos determinado que cuestiones tan abrumadoras como interrumpir la vida o además determinar acabarla, pero no menos permanecer en situaciones de desigualdad socioeconómica lacerante, las solucionamos con legislaciones que no van a la raíz de todos estos problemas, dominados por la invencible decisión de hacer nuestra imperiosa libertad con premeditación y alevosía. Solamente descubro una razón humillante y opuesta por completo al punto de vista del niño nacido en belén, la razón del poder, de la imposición de una sociedad oscura, que solamente un futuro bastante inmediato nos desvelará su verdadera identidad. Pero llegaremos tarde. Y sin embargo, nos faltan hombres y mujeres de altura moral para encarar todas estas realidades con hondura, con responsabilidad y sobre todo con amor a la verdad. Y sin embargo, la paciencia de Dios nunca desaparece.

Y en fin, me pregunto por la casi desaparición de personas humanistas en el universo de la inteligencia y de la emocionalidad, sustituidas de un tiempo a esta parte por estrellas que se apagan rápidamente y solamente provocan un creciente vaciamiento de los criterios necesarios para convivir con dignidad. Y cuando aparecen personas declaradamente humanistas, solemos desprestigiarlas porque intentan que la verdad se imponga a la mentira. La vida de ese niño que estos días celebramos ha provocado humanistas de gran categoría y que ahora parecen desaparecer toda vez que obsesionados con lo inmediato hemos dejado de penetrar en lo definitivo. También en estos casos, la paciencia de Dios insufla humanismo sin descanso.

Al acabar de escribir estas líneas, me invade una cierta tristeza por haberme dejado llevar de los relámpagos de oscuridad, en lugar de insistir en tantas luminarias como podemos contemplar si miramos la realidad en profundidad. Pero es que me irrita cada vez más el hecho de que un nacimiento tan determinante para la vida humana, y mucho más, no sea acogido por quienes buscamos la felicidad. Por mi cuenta, volveré a estar quieto y parado en aquella callecita de Belén y volveré a decirme que es verdad, que vale la pena acercarse a ese niño recién nacido para depositar ante él todas mis esperanzas.

Ojalá, en Palma se perciba el aliento de aquél momento. Tan lleno de la paciencia de Dios. Esa paciencia en que fundamos nuestra fatigosa esperanza. Santos y dichosos días navideños.

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