El problema de España

Antonio Papell

Antonio Papell

No hay parangones exactos en los sucesivos hitos del devenir de los pueblos. Es inútil buscar en los precedentes fórmulas que nos permitan resolver con viejos métodos los problemas actuales. Sin embargo, la relectura de nuestro pasado, la búsqueda de los antecedentes del relato, sí ayuda al menos a detectar problemas que podrían pasarnos inadvertidos si nadie levantase el foco de observación para contemplar el panorama político, social o parlamentario desde una atalaya intelectual que permita la suficiente perspectiva.

Viene esto a cuenta de la relectura de un breve trabajo de Pedro Laín Entralgo, La generación del 98 y el problema de España. Laín, falangista de primera hora, colaborador de Dionisio Ridruejo durante la guerra civil, académico de la lengua desde 1954… fue sin embargo uno de los escasos intelectuales del régimen que se fueron desmarcando de la dictadura y que acabaron adoptando posiciones liberales y democráticas que les hicieron merecer el respeto de los constitucionalistas de 1978. Dicho esto, la lectura de dicho ensayo permite parangonar los tiempos actuales con ciertos aspectos del desarrollo político de la generación del 98: Unamuno, Ganivet, Azorín, Valle-Inclán, Baroja, Antonio y Manuel Machado, Maeztu, Benavente…

Anota Laín que aquellos hombres se formaron en el «cómodo y engañoso remanso de la vida española que subsiguió a la restauración: años de 1880 a 1895. Los españoles, seducidos por la alegre apariencia de la paz anhelada [ulterior a un atormentado siglo XIX de revoluciones, cuarteladas y crisis de Estado] la recibieron como se recibe un tesoro más merecido por gracia que conquistado con esfuerzo, y se condujeron como si en verdad hubiesen resuelto el problema que España tenía latente en su seno».

El angelismo de aquellos jóvenes pensadores se parece en cierta manera a la buena fe derrochada por los autores de la transición española, progresistas y conservadores, radicales y moderados, que llegaron a creer que el pacto de la transición –como en 1985 el Pacto del Pardo entre Cánovas y Sagasta— constituiría ya una base sólida y permanente de valores comunes sobre los que edificar una democracia moderna, sin extremismos ni rupturas, con los nacionalismos periféricos mitigados y pacíficos y con los ecos de la guerra civil convenientemente apagados en su totalidad.

Laín, al constatar lo vano de aquellas ensoñaciones, atribuye el fracaso de la restauración al peso de la historia sobre la mentalidad de aquella generación intelectual. «Descubren estos jóvenes —los de la generación del 98– la vida española que rodea a su mocedad y la halla profundamente insatisfactoria. Una parte de esa vida es la constituida por los esfuerzos de quienes intentan convertir a España en un país liberal y democrático; dan cuerpo a la parte restante los que se dicen fieles al pasado de España, y el nombre de este pasado resisten a las tentativas de los innovadores».

Aquel desencuentro era tan grave y sus gestores fueron tan incapaces que la disputa, pésimamente canalizada por la monarquía borbónica y por un régimen republicanismo raquítico, acabó dirimiéndose en una espantosa guerra civil.

Nuestro régimen surgido de la Constitución de 1978 ha sido incomparablemente mejor en todos sentidos que el de la restauración, entre otras razones porque se habían perfeccionado los modelos europeos en los que queríamos mirarnos para terminar asimilándonos con nuestros vecinos. El sistema político actual es irreversible, de esto no hay duda, pero resulta lamentable que terminen reproduciéndose los viejos fantasmas, en forma mucho menos agresiva y peligrosa pero fantasmas al fin y al cabo. Es muy lamentable tener que asistir al vómito de los viejos odios, ridiculizados por el contexto maduro en que se vierten pero evocadores de tiempos de insidia y rencor. Todavía está vigente aquella célebre descripción de Ganivet: «Yo creo a ratos que las dos grandes fuerzas de España, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van dislocadas por no querer entenderse, y que de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto; y a ratos pienso también que nuestro país no es lo que parece, y se me ocurre compararlo con un hombre de genio que hubiera tenido la ocurrencia de disfrazarse con careta de burro para dar a sus amigos una broma pesada».

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