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Miqui Otero

Señor, ¿nos devuelve la pelota?

El fútbol era un deporte de caballeros jugado por bárbaros; ahora es un deporte de millonarios gestionado por bárbaros

Es uno de esos partidos infantiles en descampado o patio de colegio, de 20 contra 20, donde los niños (van con ropa de calle, así que es difícil distinguir quién va con quién o contra quién) persiguen la pelota. Uno de ellos tira el desmarque, recibe, se cambia el balón de pie y dispara. Sale alto, tanto que supera la verja y cae lejos del alcance de los jugadores. «Señor, ¿nos devuelve la pelota?», podrían decir los que intentan jugar, si no fuera porque no ven quién la tiene.

Hasta aquí, esto podría ser el argumento de uno de esos anuncios sentimentales que lanzan las grandes marcas de ropa deportiva cuando llega un gran evento futbolístico. Pero sigamos el balón hasta más allá de lo que permite este subgénero. Dejemos que describa una parábola enorme, parecida a la del hueso de tapir en la película 2001. El balón, por ejemplo, vuela tanto que cae en el plato de vichyssoise de Platini, presidente de la UEFA, que en esos momentos almuerza con Sarkozy y el emir de Catar en un salón del palacio del Elíseo donde se está pactando arteramente la sede del Mundial de 2022. O dejemos que el esférico prosiga su viaje y aterrice justo al lado del cadáver de uno de los 6.500 trabajadores inmigrantes que fallecieron durante la construcción de esas pirámides del neoesclavismo que son los estadios de fútbol de esta competición. O que aparezca en la almohada (como si fuera una cabeza de caballo) de alguna de las leyendas de este deporte que apoyaron esta candidatura. Dicen que el balón nunca se mancha, pero dejemos que la pelota caiga en pozos de petróleo o gas y salga manchada de sangre.

Donde no debería caer ni el balón ni la culpa es en ese panadero argentino que se despertó varias horas antes para servir pan y bollos (lo decidió Cipan, el gremio de este sector) para el partido de Argentina, ni en los tres currelas que ahora mismo están en una mesa de la misma terraza que yo: han pedido tres cervezas y abren, en este preciso instante, los bocadillos envueltos en papel albal que han traído de casa (para ahorrarse el gasto de comprarlo en el bar) y también el teléfono móvil para ver unos minutillos del debut de Messi.

En este mundo binario, se plantea que tan responsable es el hincha de Ghana como el mandatario de la FIFA que votó por esta candidatura infame. Es algo parecido a cuando, en plena crisis global, se pedía austeridad a quien menos tenía y menos tenía que ver con lo que había pasado.

Dividir el mundo entre los que ven y los que no ven el Mundial es evitar la división políticamente útil: los que se lucran con él, los que lo condenan (aquí incluyo a los que lo ven con remordimiento) y, por encima de todo, los que lo padecen. Una propuesta podría ser ponerse de espaldas, para mirar a la grada. Ahí, donde un aficionado de Ecuador frota índice y pulgar para denunciar la pasta catarí. O donde esa periodista inglesa y esa alemana sí se atreven a llevar el brazalete arcoíris. O que miremos un momento al terreno: esos jugadores iranís que se jugaron la vida sellando sus labios mientras sonaba el himno en apoyo a los derechos y las mujeres de su país.

Del fútbol se decía que era «un deporte de caballeros jugado por bárbaros». Ahora es «un deporte de millonarios gestionado por bárbaros». Quizá sea el momento de mirarnos entre nosotros. De pensar en quién ha secuestrado la pelota (aunque los secuestradores al menos suelen pedir un rescate para devolverla) y quién ha cosido tus pantalones (el problema va más allá del Mundial y tiene que ver tanto con la industria agroalimentaria como con la de la ropa, por poner dos ejemplos).

Y de decir, como el niño perplejo en ese multitudinario partido infantil: «Señores, devolvednos la pelota». Y entonces mirar hacia arriba, porque aquí ni siquiera, a diferencia de con los políticos, tenemos voto.

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