Los cantautores, de Cuba, de Barcelona, de Úbeda, de Argentina, de Chile, de Colombia, de Uruguay, de cualquier parte de las diversas geografías en las que nacieron canciones, trajeron seres, metáforas de carne y hueso, que hicimos nuestras. Nuestras y para siempre. No hay una bella canción con nombre propio que aquellos que nos hicimos a la música en la adolescencia y en el descubrimiento de la felicidad o en la herida de enamorarnos no hayamos hecho nuestra propia canción para la vida.

Fueron, quizá, sus novias, sus amantes o sus descuidos, y eran suyas las historias personales que se hacían melodía multitudinaria gracias a sus canciones. Estaban, pues, en sus respectivas memorias, en sus pasiones, pero parecía que ellos las cantaban por nosotros, para nosotros, de modo que, cuando tarareábamos, por ejemplo, Yolanda, decíamos un nombre propio que era tan nuestro como el que salió del alma, y de los versos, de Pablo Milanés.

Tarareamos experiencias prestadas, pero cuando las oíamos cantar era como si todos los nombres, todos, fueran nombres nuestros, pasiones aun vivas, parecía que habíamos padecido o ganado esos amores que había detrás de los amores propios de seres ajenos, los cantautores. Los amores de los cantautores. “Fue en un pueblo con mar, una noche después de un concierto…” Aquella confesión de Joaquín Sabina, aquella canción de mar y despedida, fue tantas veces nuestra, lo es todavía, como lo fue nuestro, en cuanto lo escuchamos, el nombre propio de aquel amor de Pablo Milanés. Yolanda, eternamente Yolanda.

Aquella Yolanda (Yolanda) era verdaderamente Yolanda, como era también verdadera la Amanda de Te recuerdo Amanda, de Víctor JaraO daba igual: la música naturaliza los nombres propios, y los cantautores los atraen a la vida real y para siempre. Como ocurre ahora. Se va el autor, se queda su nombre propio, en las esquelas, en las historias, pero sus canciones siguen teniendo su pulso, su pasión, las que regalaron para que sirvieran al recuerdo de los que otra vez nos enamoramos oyéndolo.

Pablo Milanés, que ha muerto en Madrid, tras sufrir los avisos lentos que conspiraron contra su salud, era uno de los grandes cantautores que hicieron de la biografía de sus nombres propios, de sus amores, de sus desengaños, la razón de sus melodías. En esa música (es decir, en lo que había de palabras en la música) estaba la rabia de haber perdido, de haber dejado en la huella de desamor la mayor pasión de todas, la que lleva a la añoranza o al suicidio. La que, al fin, fue melodía y se llamó Yolanda.

Escuchar cantar a Pablo Milanés, en los distintos grados de melancolía que tuvieron sus letras, era tocar un universo de corazones parecidos, pues cuando uno escucha una canción de amor (es decir, también de despedida) está juntándose al menos por tres minutos con el corazón del que la compuso y la quiso como testimonio de la soledad (o de la alegría) que estrenaba.

Todos ellos, todos los cantautores, los que están en la memoria y los que se han perdido en la nebulosa que ha hecho ya anónimos los versos que siguen viviendo con nosotros, sustituyeron en un momento determinado de la historia los versos de los libros para convertirse, por ejemplo, en un nombre propio. Lo dices y ya es tuyo, se lo has robado el creador de la canción, pues el valor mayor de esos juglares de noche fue regalar versos que no se podían encontrar en los libros, gracias a los que pudiste tararear en solitario lo que tú mismo habías perdido.

Había en el caso de Pablo Milánés un viejo malendido cubano: como era de Cuba debía cumplir el compromiso de hacer piedra arrojadiza, verso revolucionario. La revolución que llevaba dentro era de ternura y sintaxis, música para cantar a un oído multitudinario en el que se confundían perdedores del amor y aquellos que, habiendo triunfado, hallaban en su voz también la melodía de lo que queda de ternura (Yolanda, eternamente) una vez que se apagan las pasiones. Cantó para todos, y a todos nos hizo felices su vestimenta de amor y de nostalgia.