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Jorge Fauró

Ministra de igualdad

Jorge Fauró

Limón & vinagre | Irene Montero: La diana del odio

La ministra de Igualdad, Irene Montero, a su llegada al Congreso de los Diputados la semana pasada. Eduardo Parra / Europa Press

Un gran poder conlleva una gran responsabilidad. El antiguo adagio griego, anterior a la era cristiana, se ha venido aplicando indefectiblemente a lo largo de la historia para subrayar las líneas rojas de los gobernantes y los poderosos. El poder en sí mismo no otorga al que lo ejerce carta blanca para subyugar a quienes están situados bajo la línea de mando, sino que aboca a desempeñar el gobierno de las cosas con la obligación moral de satisfacer las expectativas de una mayoría de gobernados. La paráfrasis se popularizó enormemente en el siglo XX gracias a las historias del hombre araña. Hay, incluso, quien le atribuye la autoría, por más que el superhéroe, acaso por modestia, omitió que un gran poder apareja también unas inmensas tragaderas cuando se trata de alguien sometido de continuo a los focos de la opinión pública y al veredicto social.

Así debe de ocurrirle a Irene Montero (Madrid, 34 años), ministra de Igualdad del Gobierno de España, posiblemente, uno de los cargos públicos más vilipendiados del país (en la parte contraria, Isabel Díaz Ayuso no le anda a la zaga), diga lo que diga, haga lo que haga, a cualquier hora del día, en horas de sobremesa, de madrugada o a la hora del desayuno, en la calle, en el Congreso de los Diputados, en las tertulias de radio y televisión, en la puerta de su casa o, sobre todo, en las redes sociales, donde acumula tal cantidad de odiadores que cualquier persona de a pie ya se habría marchado a casa. Pero Irene Montero no es una persona de a pie y a aguantar tocan, aun a costa de que buena parte de la bilis que a diario se vierte sobre ella, como sobre Ayuso, viene macerada por los rebuznos del machismo, sin entrar a la discusión racional ni al debate sosegado. Porque sí. Montero representa todo cuanto detesta la derecha más reaccionaria, al igual que la presidenta madrileña simboliza todo cuanto abomina la izquierda más recalcitrante. La ministra se ha convertido en una de las dianas de ese nuevo perfil social que prescinde una y otra vez del artículo 510 del Código Penal, el que delimita los delitos de odio. Un gran poder conlleva también una enorme serenidad y un alto grado de autocontrol.

Dice Irene Montero: «Hoy entra en vigor la ley solo sí es sí. Gracias a todas las que habéis puesto el cuerpo para hacerlo posible. El movimiento feminista es lo mejor que tiene este país. Que viva la lucha de las mujeres». Respuestas: «simio», «salgan de la madriguera, conejas». Y así, entremezclados con mensajes de apoyo más o menos solidarios con la ministra (lo de agradecer la ley a quienes «habéis puesto el cuerpo» no ha sido su frase más afortunada), se marinan miles de mensajes de acción-reacción, de modo que cuando uno alcanza a leer la respuesta que hace la número 123, la número 128 o la 60, verbigracia, la ley de la que habla Montero se antoja tan lejana y superficial, tan liviana a ojos de quienes protagonizan la discusión, que parece como si hubiéramos relegado las manadas a un desgraciado acontecimiento del pasado o la sumisión química no fuera más que un episodio de true crime ocurrido en tierras lejanas. En esa realidad diluida entre la saña y la inquina casi siempre se impone el relato.

«No hace tantos años muchas mujeres decían ‘mi marido me pega lo normal’ cuando eran maltratadas por sus agresores». Respuesta: «Tu ex era a quien le gustaba azotar a las mujeres hasta que sangrasen». No se entra en el maltrato, sino en el parentesco como excusa para el oprobio, la negación del pensamiento individual. Pablo Iglesias es a Montero lo que Miguel Ángel Rodríguez es a Díaz Ayuso. Siempre hay un hombre pensando por ellas. Rara vez se apunta a que la ministra de Igualdad es psicóloga de formación y que rechazó una beca en Harvard.

«Educación sexual es lo que necesitan los estudiantes de este colegio mayor. Basta de machismo». Respuesta: «No necesitamos charos que le enseñen a los niños cómo follar, gracias». La última polémica en que se ha visto envuelta la ministra obedece a unas afirmaciones en el Congreso convenientemente manipuladas para tratar de convencer a la opinión pública de que Montero estaba defendiendo la pederastia, cuando en realidad abogaba por el derecho a la educación sexual de los menores. El vídeo que se viralizó omitía la introducción previa y el contexto, con lo que la frase que corrió por redes hacía referencia a que todos los niños y niñas «tienen derecho a conocer que pueden amar o tener relaciones sexuales con quien les de la gana, basadas, eso sí, en el consentimiento». Queroseno para la hoguera del odio, como si esos miles de indignados hubieran perdido la virginidad en la noche de bodas.

Para sorpresa general, salió en defensa de la ministra el portavoz de los obispos, Luis Argüello, que advirtió que la afirmación se había sacado de contexto. Nunca habría imaginado Montero semejante aliado. Y el odio se dio una tregua breve y efímera. Y al día siguiente resucitó.

La ministra de Igualdad, Irene Montero, a su llegada al Congreso de los Diputados la semana pasada.

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