Hace unos días apareció en este periódico un artículo de Felipe Armendáriz, titulado Elogio de los jueces de a pie, en el que, tras comentar el estado de la Administración de justicia en nuestra Comunidad, decía lo siguiente: «Pese a todas estas disfunciones, cientos de jueces en toda España se afanan en llevar al día su juzgado o sala y en aplicar la cambiante y compleja Ley con sentido común…» (DM, 16-9-22). No puedo estar más de acuerdo, si acaso señalar que son miles los jueces en toda España y no centenares.

Precisamente, estos días iba dándole vueltas a la idea de que lo que verdaderamente sostiene a este país -léase Islas Baleares, España o Europa-, no es la existencia de una clase política o dirigente, sino el trabajo diario de profesionales, funcionarios, jueces, médicos, empresarios y trabajadores en general.

El artículo mencionado incide en ese planteamiento, centrado en el Poder Judicial, tan en el candelero, ahora, debido a la falta de acuerdo para renovar los vocales del Consejo General del Poder Judicial. Esta cuestión se presenta como un gran desastre para el funcionamiento de la Administración de Justicia, cuando la realidad es que ésta viene funcionando gracias a los miles de jueces -junto a Letrados de la Administración de Justicia, funcionarios y demás operadores jurídicos- que llevan a cabo su trabajo lo mejor que saben y sin afán de protagonismo, sino sólo con el ánimo de cumplir con su deber. Ese día a día es ajeno a las cuitas que, en Madrid y alejadas de los problemas reales, se siguen manteniendo entre nuestra clase dirigente (sean políticos o magistrados del más alto nivel).

En todos estos casos, la impresión que se da ante la opinión pública -fomentado ello, además por los medios de comunicación capitalinos- es que la solución a los problemas de la justicia en España vendrá dada por la renovación del órgano institucional que sea (en este caso, el CGPJ y el TC), cuando la verdad es que las disfunciones estructurales de nuestro sistema judicial requieren de otro tipo de medidas y necesitan mayor y mejor inversión en medios personales y materiales, que no sean el simple recambio en sus órganos directivos.

Mientras tanto, la vida sigue, y la realidad diaria se impone a quienes intervienen en esas tareas, que van haciendo lo que buenamente pueden, con mejor o peor acierto, pero ese comportamiento responsable es, en definitiva, el que hace que las cosa sigan funcionando. Así, la que sostiene a este país y a esta sociedad es la gente corriente y no la clase dirigente, cuya actuación, en general, dista mucho de lo que debiera ser una buena Administración de los recursos públicos. Conviene que no olvidemos algo tan simple y que cada uno desde el lugar que ocupe se dedique a hacerlo lo mejor que sepa.