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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Un informe del banco de España

Antes de gastar más hay que gastar mejor para así poder gastar más

Ilustración: Un informe del banco de España Ingimage

Un reciente informe del Banco de España, del pasado mes de agosto, ha analizado la enorme magnitud del gasto público en nuestro país, tanto en lo que concierne a su eficacia como en comparación con las políticas de otras naciones de nuestro entorno. Las conclusiones son contundentes y algunas de ellas podríamos calificarlas de sorprendentes, sobre todo para los que dirigen sus juicios de acuerdo con prejuicios ideológicos. Así, por ejemplo, no es cierto que el peso de lo público –como a menudo claman los ultraliberales– vaya en detrimento del PIB o de la riqueza de sus ciudadanos. Al menos, no sería el caso de nuestros vecinos de la Unión, donde un fuerte gasto público se asocia a una renta per cápita mayor y, por tanto, a más prosperidad para el ciudadano medio. De acuerdo con el informe, el sector público de España –incluyendo autonomías y corporaciones locales– gasta cuatro puntos menos que la media de la Unión, lo cual se traduce en unos cuarenta mil millones de euros anuales. El problema en nuestro país, sin embargo, no parece residir tanto en esta desviación a la baja del gasto presupuestario como en su eficacia a la hora de movilizar la productividad, el empleo y, en definitiva, la riqueza. El presupuesto nacional se destina, sobre todo y de un modo creciente, a financiar las pensiones –enormemente deficitarias–, el desempleo –con unas cifras de paro estructural que se niegan a decrecer– y un endeudamiento disparado desde la larga crisis que se inició en 2008 y que exigió el rescate del sistema financiero. Se trata de un desembolso inevitable –hasta cierto punto–, pero que no actúa como palanca de crecimiento, al menos de un crecimiento más sano que favorezca la productividad, el I+D, la educación y el desarrollo industrial.

El informe del Banco de España detecta dos grandes campos de infrafinanciación pública con efectos medidos a largo plazo. Uno de estos campos son las infraestructuras; el otro, la enseñanza. En el caso de las infraestructuras, España disfrutó de dos décadas de fuerte inversión, que coincidieron con la entrada en la Unión y con la llegada de los fondos europeos. Estaba todo –o casi todo– por hacer y el ingreso de aquellas ayudas permitió un enorme salto en la calidad de vida de los españoles, que todavía disfrutamos. Pero fue ya a partir de 2008, cuando el estallido de la crisis financiera obligó a cerrar el grifo de las infraestructuras para destinarlas al déficit o a otras partidas más urgentes. Sin duda, lo estamos pagando en términos de crecimiento y empleo. El otro gran campo perjudicado por la falta de financiación pública es crucial: la enseñanza. España no sólo gasta menos que nuestros vecinos en la docencia, sino que además nuestro sistema educativo es peor; y no sólo por una cuestión de exigencia, sino también de prioridades, de actualización sensata y de ausencia de un horizonte intelectual auténticamente amplio. El precio que se paga por ello es inasumible, aunque haríamos mal si midiéramos el valor de la educación exclusivamente en términos contables. Finalmente, asociados a la calidad educativa, se encuentra el factor del capital humano y la apuesta por la ciencia y la tecnología, claves para el desarrollo en una economía moderna. Antes que gastar más hay que gastar mejor, y una vez se gaste bien podremos –y deberemos– gastar más.

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