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¿Impuestos? ¿Para qué?

Una oficina de la Agencia Tributaria. EP

Solo falta pagar impuestos para respirar. Pagamos impuestos directos e indirectos. Lo hacemos los empleados por cuenta ajena, los autónomos y las empresas. Cada vez que un ciudadano de este país, independientemente de la edad o del nivel de ingresos, consume un producto o un servicio, abre el grifo del agua o enciende un interruptor de la luz, una parte de ese coste sirve para generar ingresos para el Estado. Los propietarios de una vivienda pagan desde el impuesto de bienes inmuebles hasta las tasas de recogidas de basuras. Son impuestos locales, autonómicos y estatales. Cada país modula libremente cómo se realiza este pago de impuestos en todos los niveles. Las políticas impositivas generadas por los gobiernos han sido causa de revoluciones y guerras de la independencia, como en el caso de EEUU. Los impuestos sirven para marcar líneas ideológicas y debates barrocos entre economistas que han marcado épocas. ¿Hasta qué punto desincentiva el crecimiento, la innovación y el progreso de una sociedad un exceso de impuestos? ¿Cuál es el nivel de impuestos necesario en un país para reducir la desigualdad y favorecer un mejor Estado del bienestar? El debate es interminable.

Con los impuestos hay comparaciones insoportables. Que España, junto con dos de los países más ricos del planeta (Suiza y Noruega, no forman parte de la Unión Europea) sean los únicos países donde se paga el impuesto del patrimonio (sálvese Madrid y, ahora, Andalucía) es insostenible. Por testimonial que sea, es castigar el ahorro y la inversión de toda una vida por lo que ya se ha pagado. Injustas duplicidades. ¿Por qué hay que pagar un impuesto sobre sucesiones y donaciones, también testimonial en Europa? En España, este impuesto, como el de patrimonio, está delegado a las autonomías. Los herederos en Asturias, Valencia y Aragón son quienes pagan más de España. En Andalucía, Cantabria y Galicia, los herederos pueden respirar tranquilos.

En España el sistema impositivo no llega, afortunadamente, al lío que supone en países descentralizados como Estados Unidos, donde existen auténticos paraísos fiscales en el territorio. Combinar cierta homogeneidad fiscal con una sana competencia tampoco es malo. Tanto a nivel local como autonómico. Permite adecuar estrategias y políticas económicas. Por ejemplo, si Extremadura y Castilla-La Mancha quieren convertirse en paraísos de energía solar, es razonable que quieran incentivar fiscalmente estas inversiones. Si hay comunidades que bajan impuestos del tramo autonómico, como Madrid, que tienen como objetivo atraer talento y personas con nivel adquisitivo alto porque saben que generan riqueza y empleo, es una opción igual de válida. Si, por el contrario, hay comunidades donde su Gobierno quiere convencer a sus habitantes de que pagar muchos impuestos les permitirá vivir más felices, seguros, sanos y educados que en otras, bienvenidas sean las propuestas. Que sean los ciudadanos quienes decidan qué gobierno prefieren. Esto es la democracia. Los noruegos, por ejemplo, parecen encantados de ser habitantes de uno de los países que más impuestos pagan del mundo a cambio de que su país tenga el fondo soberano más importante del planeta y disponer un seguro de vida desde la cuna hasta la tumba.

El debate sobre cómo y quién debe pagar los impuestos es siempre necesario. Tal como lo es el debate sobre en qué se gastan el dinero las administraciones. Sin acritud y con responsabilidad.

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