Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Josep Maria Fonalleras

Limón & vinagre | Carlos III de Inglaterra: Plumas, manchas, támpax y acuarelas

Carlos III, firmando documentos bajo la mirada de la reina consorte Camila. Niall Carson / AFP

Cuando hace una semana, al día siguiente de la muerte de su madre, Carlos hizo detener el Tea Silver Jubilee Car, el exclusivo, antiguo y ceremonial Rolls Royce de techo negro y carrocería de color granate, frente a las puertas de Buckingham Palace, cuando bajó del vehículo y empezó a saludar a la gente que le esperaba con ramos de flores y caras de pena, alguien pensó que el nuevo rey de Inglaterra, de la Gran Bretaña y de Irlanda del Norte y de más allá de los mares, era más humano, cálido y cariñoso de lo que pensábamos todos. Efectivamente, vestido de negro y con corbata negra (tal y como se le veía en la primera alocución a los vasallos, allí donde dijo que amaba a «mamá» y «que el vuelo de los ángeles te haga dormir»), afectado pero cordial, con ese pañuelo en el bolsillo de la solapa que hace ser tan elegante, estuvo más de media hora ofreciendo su real mano a las manos plebeyas de la multitud. Incluso hubo una mujer que trató de estamparle un beso en la mejilla. Ninguna muestra de desprecio. Como mucho, una cierta desorientación y miradas dispersas para saber dónde estaba Camila Shand o de Cornualles, que también caminaba un poco sin saber dónde estaba, que es, por otra parte, lo que ha estado haciendo durante la semana de luto.

El lunes siguiente fue una jornada intensa. Desde que Carlos III aterrizó en Edimburgo hasta que abandonó el velatorio de Isabel II, por la noche, conté al menos tres cambios de vestuario. Llegó con un chaqué oscuro, con levita de solapa con ribetes y pantalón gris de raya diplomática (morning dress); desfiló por los adoquines de la Royal Mile con uniforme militar; visitó el Parlamento escocés con una americana como la del viernes, pero con falda de cuadros de tonos rojizos (escoceses, por supuesto) y calcetines altos; y aprovechó la misma vestimenta cuando veló el cuerpo de la reina muerta en la catedral de Saint Giles. Me detengo en ese instante. Después de una agenda mortuoria y protocolaria tan extensa e intensa, después de esa caminata con pendiente de subida y de ir arriba y abajo a ritmo castrense, un señor de 73 años a la fuerza debe estar cansado. La vigilia (los cuatro hijos, clavados en los cuatro puntos cardinales del féretro), silenciosa y solemne, duró al menos media hora.

¿Qué recordaba?

Media hora de solemne silencio e introspección. Quiero pensar en qué pensó Carlos III durante esos instantes. Él solo. ¿Recordó los veranos felices a bordo del yate Britannia, el barco que hizo llorar a la reina cuando se lo llevaron, moribundo, a desguazar? ¿Volvió a ser el niño de 4 años que miraba el futuro, en 1953, desde el balcón de Westminster, con una mezcla de aburrimiento, desgana y rabia contenida que le empujaban hacia las palabras finales de Fortimbrás en Hamlet: «¿Si hubiera tenido acceso al trono habría sido un gran monarca?» ¿Imaginó qué otro rey pudo haber sido de no haber tardado 70 años en ser rey? ¿Revivió ese magnífico diálogo con la amante Camila cuando le decía que lo que le gustaría es vivir en sus pantalones o, mejor aún, ser su támpax? ¿Consideró que el episodio del fin de semana, el del desprecio al ujier de Saint James, mientras se hacía un lío con los voluminosos pergaminos del Consejo de Ascensión, era una mancha en el nuevo historial de rey apacible que intentaba dibujar? ¿No habría sido mejor, en lugar de permanecer allí erecto e hierático, irse a pintar paisajes idílicos de las colinas del parque de Dartmoor con ruinas de capillas medievales y vacas Hereford con su caballete de acuarelista?

Cuando haya terminado todo este bullicio, cuando ya haya despedido a quien él considere que ya no sirve, cuando haya aceptado la herencia sin pagar impuestos, cuando haya recibido las condolencias de los poderosos y de los afligidos ciudadanos, quizás entonces podrá volver a pintar. «Uno de los ejercicios más relajantes y terapéuticos que conozco», dijo. Que piense en lo que dijo y en todo lo que ha hecho hasta ahora, como la airada soberbia de Saint James (no puedo sacarme de la cabeza el aire de suprema altivez y desdén cuando le molestaba la bandeja donde yacían las plumas) o como el irascible engreimiento cuando otra pluma, la del palacio de Hillsborough, le manchó los egregios dedos de tinta.

Todos tenemos al menos dos caras. Lucian Freud retrató a una inquietante, oscura Isabel II. Quizá por eso, no tenemos retrato del rey Carlos, para no tener que conocer su abismo moral. Es por eso, quizá, que se dedica a la acuarela.

Carlos III, firmando documentos bajo la mirada de la reina consorte Camila..

Compartir el artículo

stats