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Eduardo Jordà

Qué poco es una vida

Javier Marías CONTACTOPHOTO

Las cosas suceden así. Uno llega a Oporto en una tarde lluviosa de domingo, después de un largo viaje en autobús, y cuando se deja caer en la cama de una habitación de paso y se pone a mirar el móvil, distraído y cansado y confuso, se encuentra con un mensaje de Whatsapp: «Ha muerto Javier Marías». ¿Qué? ¿Cómo que ha muerto Javier Marías? Pues sí, ha muerto. Basta investigar un poco en Google para confirmar que no se trata de una broma de muy mal gusto que ha llegado por azar a tu móvil. La noticia es cierta, y te enteras así, de sopetón (a Marías le gustaban estas locuciones anticuadas). El propio Marías dedicó muchas de sus mejores páginas a narrar esta clase de notificaciones -o más bien revelaciones- que siempre nos sorprenden a traición. En uno de sus maravillosos ensayos autobiográficos en los que hablaba de todo un poco -para mí, lo mejor de su obra-, Marías contaba que una mañana de julio, en el Café Laredo de Sevilla, abrió el periódico mientras desayunaba y se encontró con la noticia de la muerte de Vladimir Nabokov. Pues bien, lo mismo me pasó a mí en aquella habitación de paso en Oporto. Y cada uno de los muchos -muchísimos- lectores que tenía y tiene Javier Marías habrá recibido la noticia de la misma forma inesperada, cada una distinta, cada una singular e insustituible, y cada una trivial y terrible y forzosamente condenada al olvido a pesar de que ahora nos parezca imborrable (y aquí permítanme el pequeño homenaje a las inacabables digresiones de Marías).

Los personajes de Marías tenían nombres inverosímiles (o mejor dicho, tienen nombres inverosímiles, porque todos ellos seguirán existiendo durante mucho tiempo) y se manifestaban como conciencias monstruosas que no podían dejar de cavilar y cavilar sobre cualquier asunto, ya fuera trivial o sublime, interesante o erudito, apasionante o tedioso, y a menudo decían disparates o hacían afirmaciones atrabiliarias (en Todas las almas, el narrador decía que en Madrid «no existen las miradas limpias», afirmación cuando menos desmesurada si uno piensa que en Madrid viven casi cinco millones de personas: ¿ninguna habría digna de tener una mirada limpia?). Supongo que eso hizo que Marías se ganara fama de persona intempestiva y destemplada -algún mequetrefe llegó a llamarlo «señoro» y «pollavieja»-, cosa que los que pudimos tratarlo sabemos que no era cierta en absoluto. Marías, muy por el contrario, era muy considerado y muy generoso. Cuando concedía uno de sus fabulosos títulos nobiliarios o distinciones inverosímiles del Reino de Redonda -como «Duchess of Morpho Eugenia» o «Vizcondesa Strogoff» o «Embajador en el 221B de Baker Street»-, ni siquiera exigía lealtad o adhesión a los agraciados. Pocos monarcas habrá habido más desprendidos que Xavier I.

Yo me leo a veces los apéndices de los libros publicados por la editorial Reino de Redonda (que llevaba el propio Marías con su mujer Carme López Mercader), donde aparece el listado de todos los pares y de todos los cargos concedidos por Marías (y por sus estrafalarios predecesores) desde hace 75 años. Y al leer esos apéndices, tengo la sensación de estar leyendo el «dramatis personae» de una novela tan repleta de situaciones y personajes como En busca del tiempo perdido. Y cuando veo, entre los nombres de los maestros de la Real Caballería de Redonda o de alguien que fue (y que tal vez siga siendo) Canciller del Sello Real, me pregunto si esos nombres fueron reales o si forman parte de un sofisticado engañado literario. Entre esos nombres, inconcebiblemente, está también Eduardo Jordá, un nombre que dentro de nada será tan extraño e improbable como el de Alex E. Kessler o el de Francis ML Barthroop, otros oscuros pobladores de Redonda, ese islote deshabitado que es también un reino perdido en mitad del mar.

El domingo pasado, en Oporto, cuando me enteré de la muerte de Javier Marías, recordé el comienzo de una de sus mejores novelas - Así empieza lo malo-, que yo leí justo cuando murió mi padre y que se me quedó grabado por lo bien que definía lo que nos ocurre a todos cuando nos enfrentamos a la muerte inesperada de alguien muy querido: «Y qué poco es una vida, una vez terminada y cuando ya se puede contar en unas frases y sólo deja en la memoria cenizas que se desprenden a la menor sacudida y vuelan a la menor ráfaga». Sí, qué poco es una vida. Sólo frases sueltas, cenizas, ráfagas. Conocemos a alguien, lo leemos, aprendemos a vivir con él como si fuera un puente o una esquina que nos espera invariablemente todos los días en el mismo lugar de una ruta consabida, hasta que un día, de repente, sin previo aviso, nos enteramos de que esa persona ya no está aquí y nunca más volverá a enviarnos un libro o a escribirnos una nota afectuosa. Y qué poco es una vida, sí, qué poco, salvo que sepamos convertirla en una novela de Javier Marías.

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