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Matías Vallés

Podéis llamarlo God-Art

Jean-Luc Godard no es palabra de Dios, pero es la primera palabra después de Dios. Podéis llamarlo God-Art, la divinización del arte que se vuelve evangélica en la muy protestada Je vous salue, Marie, antes de elevar a la deidad a protagonista de una de sus películas a través de Gérard DepardDieu. Su religión reposa en un dogma inmortal vertido en El pequeño soldado. «La fotografía es la verdad, el cine es la verdad 24 veces por segundo». Profeta y predicador, en la banda sonora de sus películas se escucha su voz de fondo, leyendo los diálogos de sus actores.

En el estallido final, Godard proclama que el cine se basa en colocar en pantalla a una mujer bella, que apasiona a sus compañeros de reparto tanto como a los espectadores. Experimentó este dogma no danés con su esposa danesa Anna Karina o con la encarnación divina de Brigitte Bardot. Se doctoró como Buñuel en la Catherine Deneuve que se ríe del #metoo. Y en el principio fue la Jean Seberg que vivía suicidándose, antes de ser destripada en un callejón.

Se desemboca así en Sin aliento, Breathless o À bout de souffle, imprescindible en las listas de las cien mejores películas de la historia aunque no sea la mejor de Godard. La risueña Seberg queda eclipsada por el carisma arrollador de Belmondo, el animal feo más bello del mundo, antes de inspirar a Nariz Rota o Teniente Blueberry.

God-Art es un cineasta textual, por lo que el «Somos muertos de permiso» de Lenin no solo enmarca Sin aliento, sino que se imprime con carácter vitalicio en el espectador. El cineasta recurrió al suicidio asistido para extinguirse, con la misma flema exhibida para confirmar que sus citas nunca eran devocionarios. Ahí está la frase «es necesario soñar», que se pronuncia mientras aparece en pantalla la momia leninista.

El secreto no puede esperar, ha muerto por voluntad propia el último gran filósofo del siglo XX, en dura competencia con Salvador Dalí, con Bobby Fischer y con Snoopy. Destacan por su arbitrariedad inflexible, por mostrarse reaccionarios en una cuota significativa de sus pronunciamientos, por una destreza visual inusitada y por la habilidad despreocupada de golpear el meollo de nuestras certezas. Como dijo el español del lote, «la única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco».

La maestría académica puede asentarse sobre un conocimiento mecánico o provisional. En cambio, la subversión exige un dominio absoluto de la asignatura a dinamitar. Así ocurre en Godard hijo de Gödel, porque la vida no se decide a través de sus axiomas pretendidamente inviolables. Los revolucionarios de las disciplinas artísticas se obligan a ignorar el desprecio ajeno, pero sobre todo no deben plegarse a las alabanzas, el elemento más depurado de dominación.

La desaparición efectiva del cineasta se remonta a años atrás. Un viaje siempre aburrido a Madrid adquirió cierto brillo al observar que la cartelera cinematográfica incluía La chinoise, una parábola filoterrorista sobre los estudiantes parisinos maoístas en vísperas de Mayo del 68. Bajar del avión para indicarle el destino cinematográfico a un taxista desorientado, que no acertaba a enfilar la sala encajonada donde estaba programada la película. Ninguna expectación y menos espectadores, una revisión en solitario de Jean-Pierre Léaud de pie frente a la cámara, en posición de daguerrotipo policial. Una ciudad millonaria en habitantes y ni un suspiro para el pensador que explica las grandes urbes. Ese día se me murió Godard, aunque nadie se enteró porque ni siquiera estaban ahí.

En el interior de una nube de tabaco, Godard nos aprendió a negar las verdades estancadas, a través del cine. Sin precedentes ni sucesores dignos de crédito aunque amó a Dreyer, confirma que Europa fue culturalmente devastada como parque infantil de atracciones, antes de ser militarmente desafiada. No todos los espectadores están dispuestos a ir al cine a trabajar. ¿Quién ha visto una película de Godard para homenajearle? Pues eso.

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