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Matías Vallés

El Watergate no es lo que era

Medio siglo después del rocambolesco asalto a las oficinas del Partido Demócrata, perviven las incógnitas sobre la descabellada operación que le costó la presidencia a Richard Nixon

No ha transcurrido medio siglo del Watergate sino medio siglo de Watergate. La denominación no solo permea con su terminación en «-gate» los escándalos sucesivos, sino que cambia de color con las revelaciones casi póstumas de los supervivientes cada vez más escasos. La última aportación bibliográfica se titula Watergate: Una nueva historia, voluminoso recorrido bajo la firma de Garrett M. Graf, periodista de un New York Times que en los setenta se mantuvo impasible y aferrado al éxito de sus papeles del Pentágono, mientras el Washington Post batallaba en solitario contra la Casa Blanca de Richard Nixon.

El Watergate no es lo que era. Medio siglo exacto después del asalto a las oficinas del Partido Demócrata en el edificio de Washington, perduran las incógnitas sobre la descabellada operación que supuso el primer derrocamiento de un presidente estadounidense. La conclusión siempre volandera es que no había para tanto. Sin la fenomenal maniobra de encubrimiento llevada a cabo por la Casa Blanca, amén de la obsesión nixoniana por grabar las conversaciones en el Despacho Oval, es probable que las sospechas nunca hubieran desembocado en las certezas que forzaron la caída del líder del mundo libre.

En efecto, esta visión disparatada de los policías de la Keystone disparando sobre sí mismos no anula el trabajo periodístico del Washington Post, pero resitúa a los perros guardianes de la democracia en su posición tradicional de explosionar una granada sin conocer cuáles serán sus efectos. Sobre todo, desvela que la precariedad es un ingrediente fundamental de la política. En junio de 1972, el ceremonial del espionaje nocturno a los Demócratas era francamente innecesario. La campaña para la reelección de Nixon a un segundo mandato marchaba sobre ruedas, con veinte puntos de ventaja sobre su rival. Por si esto fuera poco, el titular había rematado éxitos diplomáticos con la Unión Soviética y China a lomos de Henry Kissinger, serpenteante y camaleónico durante los dos años transcurridos entre el asalto al edificio Watergate y la huida de Nixon en helicóptero desde el césped de la Casa Blanca.

El papel enfático de Kissinger consistía en persuadir a Nixon de que nunca sería arrastrado por el oleaje del Watergate. En cuanto a los dispositivos que propiciaron la catástrofe final, cabe recordar que los «fontaneros» llevaron a cabo varios intentos de penetración en el edificio, por lo que nunca hubieran sido sorprendidos de no mediar la reacción de un vigilante y una rauda intervención policial. También contribuyó que el presidente instalara en la Casa Blanca el equipo de grabación que acabó por hundirle. Es evidente asimismo a posteriori el error de no haber nombrado director del FBI a Mark Felt, que se convirtió en la garganta profunda de Bob Woodward y de todo cuanto periodista se aproximaba al escándalo. Y Nixon sabía quién era el chivato.

En cuanto a los motivos y dirección efectiva del asalto, se acumulan más teorías que sobre la autoría del 23F. La guardia pretoriana configurada en torno a Haldeman, Ehrlichman, Mitchell o Dean no protegió a su campeón, pero embarulló la asignación de responsabilidades. Todos ellos fueron condenados penalmente, sin ascender al rol de protagonistas reservado por este orden para el propio Nixon, Woodward y Carl Bernstein, enlazados en Woodstein pese al odio que se profesaban al iniciarse la investigación.

Se atribuye a Picasso la conexión entre inspiración y perspiración, por lo que antes de relativizar el papel de la prensa en el Watergate, conviene recordar que hasta diez periodistas firmaron las informaciones del primer día del asalto en el Post. Este despliegue se efectuó pese a tratarse de un incidente sin demasiado futuro, hasta que Woodward acudió a la sala de interrogatorios y escuchó al detenido James McCord diciendo que su empleador era la CIA. La revelación justificaba el blasfemo «holy shit» que salió de los conservadores labios del periodista, que en 1968 había votado por Nixon.

El legendario Ben Bradlee, que dirigía el Post y la investigación del Watergate, había sido amigo íntimo de John Kennedy y odiaba a Nixon. En cuanto al hoy divinizado Woodward, era un periodista fracasado que ya había sido despedido del periódico washingtoniano en una ocasión, por no hablar de la escasa calidad de su prosa. A cambio, Bernstein era un artista de la literatura periodística, pero también se le tachaba de informal y poco fiable, amigo de andar a la caza de noticias jugosas ajenas para endosarles su firma o «byline». Una tropa de ocasión que derrotó al emperador tramposo.

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