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Juan José Company Orell

Las letras solo no matan

Es muy conocida la realidad de que el ser humano ha conseguido dominar de tal forma el uso del conveniente razonamiento para así poder justificar, con palabras tronantes pero huérfanas de certeza (decía Tagore que es fácil hablar claro cuando no va a decirse toda la verdad), incluso con formas sumamente comprensibles, cualquier idiotez, burrada, despropósito o barbaridad y eso abarca desde terraplanismos varios hasta las más sesudas creencias morales y/o moralistas, y entre ellas tanto las políticas como las religiosas. Estas últimas son quizá las que de forma más sangrante utilizan las palabras de cada uno de los libros santos, no tanto para convencer a otros humanos sino para dejarles a la intemperie de todo respeto, respeto que por otro lado exigen de forma vehemente para sus propias cuitas. Cualquiera que no secunde sus obligadas creencias es lanzado a las tinieblas del infiel, del hereje, del apostada, del blasfemo y deberá atenerse a las consecuencias de su falta de obediencia a la fe verdadera, cualquiera que esta sea. Desde las persecuciones imperiales, pasando por el Santo Oficio hasta las actuales represiones y genocidios por motivos de creencia sectaria hemos avanzado escasamente en ese particular ámbito humano.

La historia europea no está exenta de este tipo de desafueros; ya tras la proclamación de la Primera Cruzada, teóricamente destinada a arrebatar los santos lugares, el lugar donde fue crucificado un Rabí judío, de las manos de los infieles musulmanes, y durante su marcha hacía Jerusalém, los cruzados y sus líderes no escatimaron las masacres de numerosas comunidades de otros judíos que se hallaban en su ruta, seguramente porque estaban más a mano, y no se corría peligro en tales acciones, y porqué para la venganza fácil vale igual un infiel que otro, todo ello al grito de «Dios lo quiere».

En mi limitadísimo conocimiento de lo que puedan ser los deseos del altísimo, no consigue entender mi cotidiana lógica, de no poca influencia aristotélica, que si la obra cumbre de ese creador, de cualquier creador, es el ser humano sus seguidores se dediquen con fruición a destruir esa su mejor creación. Si la obra del ser superior, mucho antes de que existieran textos explicativos, a modo de manual de instrucciones, es el haber creado un ser diferente a los animales y haberle otorgado la especial característica de haberse tomado, para crearle, a él mismo como modelo, pareciera pues una extremadamente freudiana forma que tienen algunos fanáticos religiosos de matar al padre, al modelo, a través del cual se creó al hombre, cargándose a su mejor creación.

Desgraciadamente en nuestros días la muestra más representativa de ese fanatismo asesino se encuentra entre personas que tergiversan groseramente el mensaje del Islam que en una de sus suras ya advierte sobre los que «tienen corazones con los que no comprenden, ojos con los que no observan y oídos con los que no escuchan, son como el ganado o más extraviados aún. Esos son los desatentos».

La penúltima muestra de esa desatención epidémica ha sido el intento de asesinar a Salman Rushdie, supuestamente en cumplimiento de una fatua emitida por un religioso iraní, fallecido en 1989, por el horrendo crimen de haber hecho uso de la facultad humana que le impuso el creador: su capacidad de pensar por sí mismo y expresar ese pensamiento.

Siempre he tenido para mí que los libros, los escritos son, como las armas, objetos inocuos, sin peligro, aunque sumamente influyentes, algo así como los tiktokers de otras épocas pero con más letras. Por sí mismos no hacen nada, no molestan, no perjudican, y lo más importante no matan a persona alguna, para ello es necesaria la acción imprescindible del humano bien entendido que lo escrito puede, y en ocasiones es inevitable, ser iniciador, el detonante de actos personales que si conducen a aquellos resultados letales. Recuerdo que en mis años mozos llego a mis manos un libro que trataba de explicar la historia reciente y el futuro inmediato a través de las Profecías de Nostradamus, el autor interpretaba cada uno de los versos y lo explicaba adecuadamente mediante el oportuno uso de la palabra «obviamente» como si ello otorgará a las cuartetas del francés una desmesurada carga de veracidad. Y ahí descansa el alma del problema, en la interpretación humana.

Puede leerse en el Corán que la virtud es el buen carácter, y la maldad es lo que se remueve dentro de ti y te disgusta que las personas lo sepan, y pareciera que el autor del dicho texto consideraba que el mal está no en el prójimo sino mayormente en nosotros mismos y en nuestra visión de lo que nos rodea, pero bueno todo depende del sentido que cada uno le conceda a lo leído. Por lo que se ve algunos odian al que otra cosas escribe si entiende que van contra su fe, como si dudara de ella. Mustafa Kemal Ataturk, musulmán él mismo, es el autor de la más lapidaria sentencia sobre la religión que ahora Erdogán intenta imponer en la misma Turquía creada por el padre de los turcos: Islam, esa absurda teología de un beduino inmoral, es un cuerpo corruptor que envenena nuestras vidas. Otra interpretación.

Lástima que el creador del hombre no siguiera su obra de forma vigilante y en un adecuado estado de mantenimiento intelectual, pero lo cierto es que de la arcilla maleada por su mano, han devenido por igual Abeles y Caines.

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