Para introducirse en el análisis de este tema, tan candente hoy, no hay nada mejor que retraerse en el tiempo, casi dos siglos atrás, y releer la carta que Thomas Jefferson dirigió el 05-06-1824 a John Cartwrigt (oficial de la Royal Navy que renunció a su estatus para apoyar la causa de los colonos en su lucha por la independencia) donde tras agradecerle haberle remitido un ejemplar de su obra The English Constitution (en que abogaba por su reforma incorporando los derechos al sufragio universal y al voto secreto ) reflexionaba sobre las diferencias constitucionales existentes entre ambos sistemas desde su propio origen y concepción del poder, considerando que la Declaración de Derechos 1689 constituía sólo una mera concesión parlamentaria impuesta a la Corona mientras que la Declaración de Independencia US 1776 evidenciaba una nueva vía de legitimidad emanada de la voluntad popular, del consentimiento de los propios gobernados y no de ningún otro órgano; proclamando principios extraídos de la naturaleza humana, aplicables a todos, instaurando derechos fundamentales con carácter inalienable e inviolable (igualdad entre los hombres, derecho a la vida, libertad, búsqueda de la felicidad, etc..), sin posibilidad de discusión ni necesidad de reconocimiento formal para su existencia (noción universal de los derechos del hombre) que posteriormente se desarrollaron en la Constitución US (1787) y en las primeras diez Enmiendas (1791).

Luego ilustraba en qué consistía el sistema federal US de reparto de funciones estableciéndose un sistema coordinado en el que al Estado estatal le correspondía la legislación y la administración de los asuntos domésticos concernientes a sus propios ciudadanos, reservando al Gobierno federal las relaciones externas aunque «ninguno tiene poder sobre el otro porque ambos son partes del mismo sistema»; concluyendo que tanto las constituciones como los gobiernos con el paso del tiempo no debían convertirse en instituciones estratificadas e inmodificables al igual que las leyes o las relaciones existentes porque «nada es inmodificable, excepto los inherentes e inalienables derechos del hombre».

La persona que escribía esto había sido el principal redactor de la Declaración de la Independencia (ponente del borrador), Gobernador de Virginia, embajador de su país ante la Francia convulsa y pre-revolucionaria, Secretario de Estado con el Presidente Washington, Vicepresidente con el Presidente John Adams y Presidente durante dos mandatos consecutivos (1801-09). La figura más sobresaliente en su época y más allá porque el influjo de sus acciones e ideas (republicanismo democrático, devoto de John Locke) fueron asumidas por la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) (contagiado además por el espíritu del contrato social de Jean Jacques Rousseau). A él se debe pues la plasmación, en un documento político único, del catálogo de derechos fundamentales que el Estado debía reconocer y garantizar que no se encuentra en parte alguna antes de la Revolución americana que fue la que «despertó a la nación francesa del sueño despótico donde se hallaba sumida», según manifestó él mismo en su autobiografía.

Estos antecedentes históricos vienen a colación a propósito de la reciente sentencia dictada por el Tribunal Supremo US (24-06-2022) en la que, por una holgada mayoría de 6 a 3, se resuelve el caso Dobbs vs. Jackson Women´s Health Organisation revocando y anulando la doctrina generada por las sentencias Roe vs. Wade (1973) y Planned Parenthood vs. Casey (1992) que reconocían el derecho al aborto apreciándolo dentro del concepto de «libertad», protegida por la cláusula del proceso debido de la 14ª Enmienda; considerando ajustada a derecho la legislación del Estado de Mississippi que mantenía su prohibición una vez transcurridas quince semanas de embarazo, sosteniendo que la Constitución US no confiere el derecho al aborto debiendo ser el pueblo y a sus representantes electos (cuerpos legislativos) quienes lo regulen.

A posteriori de su publicación se han producido un sinfín de comentarios que tienen en común su carácter un poco irreflexivo, demostrativos de no haber leído siquiera la sentencia, con la excepción de las opiniones vertidas por las profesoras de la Universidad Columbia NYC, K. Franke y C. Sanger, quienes sostuvieron que la reforma de la Constitución constituía un proyecto político, no legal, en la línea del Tribunal, manteniendo la validez de la doctrina Casey (dentro del derecho a la privacidad personal) pese a los sólidos argumentos del Juez Samuel Alito (ponente en el caso Dobbs, nominado por George W. Bush senior en 2005, procedente de Princeton). Guste o no la sentencia tiene fuelle más que suficiente y cumple con todas las exigencias de ponderación y motivación judicial. Intentaré explicarla de forma asequible para todos.

La Corte Suprema marca territorio subrayando que en virtud del equilibrio de poderes y como legítima autoridad constitucional podía decidir los casos «basándose en principios, no en presiones sociales y políticas», tal y como en su día manifestara el Presidente del TS Rehnquist (caso Casey) enfatizando que «el poder judicial deriva de su legitimidad, no de seguir a la opinión pública sino de decidir, según su mejor conocimiento, si la legislación se ajusta a la Constitución», actuando en «la creencia del pueblo estadounidense en el Estado de Derecho se vería afectada si se perdiera el respeto por este Tribunal como institución que decide casos importantes». Que el Tribunal, en el caso Roe, «se había extralimitado suplantando el debate democrático» que cortocircuitó al clausurarlo para muchos estadounidenses que disentían, consumando un «abuso de autoridad».

La sentencia analiza e interpreta desde todas las perspectivas jurídicas posibles a partir del derecho constitucional estadounidense incluyendo las Enmiendas constitucionales, el derecho consuetudinario y los principios procesales de «stare decisis» (vía que permite decidir el cambio y anulación de la doctrina jurisprudencial precedente) y «certiorari» (premisa que permita elevar al TS cuestiones cuyo impacto constitucional trasciende los límites de la controversia particular planteada). Así, ratifica que el derecho al aborto no consta referenciado en la Constitución ni está protegido implícitamente en ninguna disposición constitucional, incluida aquella en la que ahora se basan los defensores de Roe y Casey, la cláusula de la 14ª Enmienda, enrevesada interpretación que sirvió para incorporar tal derecho formando parte de un derecho a la intimidad (que tampoco se menciona en la Constitución) de cuyo contexto surgiría como aspecto novedoso de la noción de «libertad»; una interpretación negada por el Tribunal considerando que esa teoría subyacente era impropia porque la Enmienda sólo protege los derechos sustantivos comprendidos en una lista selecta de derechos fundamentales que forman parte de la Constitución, expresamente establecidos. Por esto, el Tribunal «se excedió del poder que nos otorga la Constitución».

Que reconocer un nuevo componente de la «libertad» apelando a un derecho más amplio a la autonomía y a la definición del propio «concepto de existencia» resultaba excesivo porque en base a esos criterios de generalidad se podría llegar incluso a autorizar derechos fundamentales al uso de drogas ilícitas o similares; citando las palabras de Abraham Lincoln «todos declaramos por la libertad pero al usar la misma palabra no todos queremos decir lo mismo». Que por esto la Corte ha sido siempre reacia a reconocer derechos no mencionados en la Constitución usurpando la autoridad que ésta encomienda a los representantes electos del pueblo.

Considera aplicable al caso la doctrina del «stare decisis» protegiendo los intereses de quienes han actuando basándose en las decisiones anteriores, fomentado la imparcialidad, restringiendo la arrogancia judicial y respetando el juicio de aquellos que habían lidiado en el pasado porque ésta «no era una orden inexorable» y «algunas de nuestras decisiones constitucionales más importantes habían invalidado precedentes anteriores» mencionando tres casos: 1) Brown vs. Board of Education (1954) donde el Tribunal había repudiado la doctrina de «separados pero iguales» que había permitido a los Estados mantener escuelas segregadas racialmente y al hacerlo había anulado la infame decisión en Plessy vs. Ferguson (1896). 2) West Coast Hotel Co. vs. Parrish (1937) donde el Tribunal anuló la sentencia Adkins vs. Hospital of DC (1923) c. la legislación estatal y federal de salud y bienestar, autorizando la afiliación a un sindicato hasta entonces prohibido en los contratos laborales y 3) West Virginia Bd. vs. Barnette (1943) donde el Tribunal había anulado la sentencia Minersville School Dist. vs. Gobitis (1940) sosteniendo que no se podía obligar a los estudiantes de las escuelas públicas a saludar la bandera en violación de sus creencias. La Corte hace más porque incluye a pie de página las referencias de otras 25 sentencias anulatorias de doctrinas precedentes.

Esgrime factores a favor de la invalidez de las Sentencias Roe y Casey singularmente por su error interpretativo deduciendo que de su análisis constitucional aquellas se encontraban lejos de cualquier interpretación razonable de las disposiciones constitucionales entrando en colisión con la Constitución desde el día en que se decidieron; prueba arbitraria de «carga indebida» que el Tribunal jamás había invocado o aplicado y narrativa histórica errónea acerca del derecho consuetudinario hasta 1973. En conclusión, declara que la Constitución no confiere el derecho al aborto porque no es un derecho fundamental ni puede basarse en ella, tampoco en la historia de la Nación. Que Roe y Casey deber ser anulados, devolviendo la cuestión a los cuerpos legislativos «permitiendo que las mujeres de ambos lados busquen afectar el proceso legislativo para influir en la opinión pública».

Doscientos años después Thomas Jefferson nos mira desde la Columbia University.